El silencio absoluto que residía en la sala se vio interrumpido por unos puños que aporrearon las grandes puertas de hierro.
–Pase –ordenó una voz escalofriante proveniente de interior.
La puerta se abrió muy lentamente, empujada por un soldado de gruesa armadura brillante. Su rostro se tensó al asomar la cabeza y sentir aquella extraña inquietud que invadía el ambiente de la habitación. A pesar de ello, y como le tenían bien domado, no levantó la mirada de la fría piedra del suelo.
–Señor –dijo, tan alto como pudo, para que se le oyera bien. La habitación era tan grande que incluso había eco–. Dos vasallos suyos desean veros.
–Hazle pasar –respondió la voz solamente.
El soldado asintió con la cabeza sin despegar la mirada del suelo y volvió a salir, dejando la puerta un tanto abierta. En apenas unos segundos, esta se volvió a abrir y una elegante figura se adentró en el interior, seguida de cerca por otra que cerró la puerta tras de sí y se apresuró en avanzar lo más deprisa que pudo pero sin correr.
Al estar todo en penumbra, no se distinguían muy bien sus rostros. Pero en cuanto la primera persona se colocó ante las escaleras que subían al altar donde su señor tenía su trono, un rayo de luz le iluminó la cara, proveniente de una ventana construida estratégicamente en lo alto del techo. Unos ojos marrones de finas líneas doradas brillaron misteriosamente. Sin detenerse un segundo más, la figura se arrodilló frente a su señor. La larga cabellera pelirroja, que ya no se mostraba tan lustrosa como antaño, rozó el suelo a causa de tan agachada que tenía la cabeza.
–Señor –pronunció, haciendo acoplo de valor.
–Dime, querida Senlya. –La interpelada se estremeció al oír su nombre. Aquello no era buena señal–. ¿Qué te trae por aquí, tan lejos de Falesia?
La persona que había acompañado a la elfa se había quedado arrezagada, semioculta en las sombras, sin que la luz llegara a rozarle el rostro.
–Verá... mi señor... –comenzó Senlya, haciendo un gran esfuerzo por que no se notara que estaba pasando miedo–. Estábamos a punto de iniciar con el plan... Y alguien nos vio...
–Te han excluido de Falesia. –No era ninguna pregunta. Se veía que estaba seguro de lo que decía.
La cabeza de la elfa fue levantándose poco a poco. Esta ni se molestó en apartarse los cabellos ondulados y grasientos que caían sobre sus ojos. El labio le comenzaba a temblar. No podía con la tensión que se estaba formando.
–Mi señor, nosotros no vimos nada –murmuró–. Yo no... no sentí que estaba ahí...
–No fue sólo uno el que os escuchó, ¿no es así? –interrumpió de nuevo.
Senlya dirigió una breve mirada hacia arriba. Nunca había alzado tanto la cabeza hacia él.
Inspiró hondo antes de hablar.
–Está en lo cierto, mi señor. Lamentablemente, sólo pudimos encargarnos de uno de los espías.
–Una simple niña elfa –volvió a adivinar la voz. Entonces levantó una mano y chasqueó los dedos. Algo se movió junto a su trono. Había alguien allí sentado, en el suelo. Alguien en quien antes no habían reparado ninguno de los dos nuevos en la sala–. El único que me podía servir de espía allí eras tú, Senlya. Ahora que te han descubierto, ya no te necesito.
Antes de que la elfa pudiera replicar, un dolor atroz le golpeó el corazón. Llevó su mano a su pecho instintivamente, aunque sabía que aquello no solucionaría nada. El dolor seguía allí, y no pudo evitar gritar. Enseguida aquella sensación se extendió por sus extremidades, provocándole un leve cosquilleo en todos los rincones de su piel. Se encogió sobre sí misma hasta que su frente casi rozó el suelo. Cerró los ojos con fuerza y gritó más alto. Aquello no podía soportarlo, le impedía pensar con claridad y deseó incluso que terminara todo, que la muerte llegara a ella lo antes posible. Sabía que en ello consistía aquella tortura. Hacer sufrir a la víctima de aquella manera, el mayor tiempo posible antes de darle una muerte.
–Por favor... –imploró, con la voz ronca–. Por favor, pare...
Un par de lágrimas se estrellaron contra la piedra. No supo si lo soportaría por mucho más tiempo.
–Yo... Yo... sé... hay... –seguía insistiendo.
–¡Pare! –gritó entonces la persona que había estado observando toda la escena desde las sombras. Se colocó junto a Senlya y se enfrentó a su señor–. ¡Pare ya! ¡No puede hacerle esto! –gritaba.
Sus ojos mostraban pena, y brillaban a causa de las lágrimas que parecían estar a punto de salir. Apretaba los dientes con fuerza, al igual que sus puños. Inspiraba y expiraba profundamente debajo de su armadura negra.
Era Bowar.
–¡Por favor, señor! ¡No le haga daño a ella, yo...!
–¡CALLA! –gritó de repente su señor, alzando desmesuradamente la voz.
Un silencio le previno, solo interrumpido por la incansable piedad de Senlya.
–Gouverón... –No se paró a pensar que dirigirse a su señor por su nombre podía conllevar malas consecuencias–. Hay una chica... –logró decir del tirón–. Ojos azules... como los Enviados...
Gouverón se levantó de un salto e hizo un gesto con la mano hacia el lugar donde antes algo se había movido, a la derecha de su trono.
–Déjala ya –ordenó.
Senlya cayó echa un ovillo al suelo en un segundo. Hiperventiló, sin moverse todavía. El hormigueo aún residía en sus brazos y piernas, y el dolor de su corazón desaparecía con más lentitud de lo que ella hubiera deseado.
–¿Qué has dicho? –preguntó Gouverón, impaciente.
Cuando su respiración volvió a ser normal, abrió los ojos e intentó incorporarse ayudándose de sus manos.
–Vino una humana a... a Falesia. La acompañaba ese chico que tanto inoportuna vuestro gobierno. –Se tomó una pausa para volver a coger aire. Aún se sentía exhausta–. Parecía que se encontraba perdida. No se comportaba, lo que se dice, muy normal.
–¿Cómo era? –apremió Gouverón.
–Bueno... –Sonrió maliciosamente–. Lo que más destaca de ella son sus ojos. Son del color del cielo. Los mismos que los de la profecía.,, Los mismos que los de los Enviados.
Se hizo un nuevo silencio, mucho más solido que el anterior. Bowar parecía haberse calmado un tanto, y desvió su mirada hacia Gouverón, ahora de pie. El escaso resplandor de la luz que entraba por el techo le ayudó a entrever su rostro. Enseguida apartó la mirada, inquieto.
–¿Siguen en Falesia? –preguntó Gouverón nuevamente.
Tanto Senlya como Bowar comenzaban a extrañarse con tantas preguntas. No era habitual. Él, que siempre lo sabía todo y nadie entendía cómo se enteraba, si nunca salía del castillo y recibía muy pocas visitas de sus vasallos.
–No –respondió la elfa rotundamente–. La ciudad-refugio de los elfos se incendió. Todos han huido de allí. Creo que los elfos volvieron para apagar sus llamas, pero dudo mucho que aquella chica lo hiciera. Por lo que me enteré, ella acompaña al rebelde... y el rebelde tiene una misión que cumplir en alguna aldea del sur de Herielle.
Tras un leve murmullo de parte de Gouverón, este se volvió a sentar en su trono.
–Bien... –dijo pensativo–. Tienes suerte, elfa. Te dejo vivir, con la condición de que vayas en busca de esa chica y me la traigas ante mí, lo suficiente viva como para que pueda hablar.
–¿Y al rebelde?
Gouverón caviló unos segundos.
–Por supuesto –sonrió–. A él también le tengo algo preparado...
Tras unos segundos, cuando Senlya vio que Gouverón ya había terminado de hablar, se levantó del suelo. Lo hizo tanta brusquedad que llegó a marearse un poco. Todavía no había pasado del todo el efecto de la tortura. Aun así, realizó una leve reverencia y pronunció un suave «gracias» antes de darse la vuelta y caminar hacia la salida.
–Y tú, soldado –irrumpió Gouverón cuando iban por mitad del camino. Tanto Bowar como Senlya se volvieron hacia él–. Ayúdale en su misión. Elige algunos guerreros de tus tropas para que la acompañen. Incluso puedes ir tú mismo. Pero no quiero que dejes a parte las conquistas por esto. Intenta ocuparte de las dos cosas.
–Sí, mi señor –dijo él llevándose la mano derecha al pecho izquierdo y haciendo un arco en el aire. Un extraño saludo que tenían todos los caballeros de Gouverón.
Dicho esto, volvieron a emprender su camino hacia las puertas de hierro. Senlya se cubrió con la capucha negra de su capa y, decidida, se dispuso a abrir el portón de hierro. Enseguida Bowar se ofreció voluntario para hacerlo, pero Senlya le gruñó y lo abrió ella misma.
Cuando ambos salieron, dejaron la habitación en un absoluto silencio. Como solía estar normalmente, a pesar de haber siempre dos seres allí.
Gabrielle llegó corriendo hasta el lugar acordado para dormir aquella noche. Cuando se encontró en el centro de este, vio que no había rastro de Syna por ningún lado. El temor de que hubiera huido afloró en su interior. Desvió su mirada hacia el lugar donde debería estar amarrado el caballo de su compañera. Y en efecto, allí estaba. Tras calmarse un poco, se agachó para colocar el montón de leña en el lugar donde antes Syna había dicho que se podría hacer un buen fuego.
Mientras colocaba la leña con cuidado sobre la tierra, le pareció sentir una presencia a su espalda. Intentó ignorarla, hacer ver que no se daba cuenta, mientras pensaba cómo debía reaccionar en el caso de que se acercara. No le dio mucho tiempo a cavilar ningún plan, porque ese «alguien» se había acercado a ella. La joven, nerviosa, cogió un palo con fuerza y fue volviendo la cabeza muy lentamente.
–Soy yo –dijo la presencia de su espalda.
Gabrielle terminó de girar la cabeza bruscamente y se quedó mirando hacia arriba, hacia los ojos del que hablaba. O mejor dicho, de la que hablaba.
–Me has asustado –susurró Gabrielle, llevándose una mano al corazón.
Syna no dijo nada. Caminó hasta colocarse frente a ella, al otro lado del montón de leña. Fue entonces cuando Gabrielle cayó en algo.
–¡El fuego! –exclamó chasqueando los dedos.
Observó las ramas que había y comprobó que ninguna le servía. Se levantó deprisa y se adentró nuevamente en los árboles. No tardó ni treinta segundos en volver. Cuando lo hizo, se encontró con una grata sorpresa. El fuego ya estaba encendido, y Syna desplumaba a los dos pájaros que había matado junto a él. Tocaba a uno por cabeza.
–¿Cómo has podido encender tan deprisa el fuego? –preguntó Gabrielle, confusa.
–Práctica –respondió Syna solamente.
Gabrielle no la creyó. Algo misterioso había en aquella joven, algo que a veces la inquietaba. Miró las dos ramas que había cogido para hacer el fuego, se encogió de hombros y se dispuso a lanzarlas a su espalda.
–Espera –la detuvo Syna, alzando una mano desde el suelo, atrayendo la sobresaltada mirada de Gabrielle–. No me he acordado de guardar alguno de los palos para ayudarnos a cocinar los pájaros. Pueden servirnos esos.
Tras unos segundos, Gabrielle le sonrió y asintió, sintiendo que una mecha de esperanza se prendía en su corazón. Quizás al fin había encontrado a la «familia» que tanto tiempo había estado buscando. Ella, que desconocía sus orígenes, que no tenía ni idea de dónde había podido salir. A lo mejor la vida decidía darle una oportunidad para llegar a sentirse feliz por primera vez.
Los ojos de Melissa estaban puestos en el cielo estrellado. Por suerte, el espacio donde se encontraban era lo bastante grande como para haber un hueco libre de hojas que obstaculizaran su campo de visión. Los ojos le brillaban ante aquella imagen. En Italia, en su orfanato, solía sentarse en el alféizar de la ventana y observar el cielo todas las noches. Pero las estrellas que se veían en la Tierra no tenían comparación con las que lograba ver allí. Porque en ese mundo no había contaminación lumínica, lo que provocaba que miles de lucecitas inundaran el cielo oscuro junto a la pequeña luna blanca –que tenía mucho parecido con la terrestre, a excepción de que a la de Anielle no se le distinguían las facciones de un rostro–. En Falesia no había tenido tiempo para sentarse tranquilamente y alzar la cabeza al cielo. Así que aquel momento fue extremadamente agradable y relajante para ella.
Y así, paseando la mirada entre las estrellas, descubrió algo que le llamó la atención. Frunció el ceño y forzó la vista para asegurarse de lo que estaba viendo. Aun sin creérselo, parpadeó varias veces. Pero no cabía duda, allí estaba. Era algo difícil de ver, pero ella la llevaba observando desde antes de que pudiera recordar, así que no le fue complicado reconocerla.
La constelación de la Osa Mayor.
Siguió observando un rato más. Era idéntica a la de la Tierra, a diferencia que aquella tenía muchas más estrellas a su alrededor debido a la carencia de la antes nombrada contaminación lumínica.
Se la quedó mirando, y llegó a preguntarse por qué la veía desde ahí. Todavía no podía creerse que estuviera viviendo aquello, que tan típico era de los libros. Ella, perdida en un mundo... Y ahora veía aquella constelación, lo que acarreaba dos posibles teorías: o se encontraba en un mundo desde el cual también podía verse la Osa Mayor, o se encontraba en la misma Tierra en una época anterior... Borró la última teoría de su cabeza y la sustituyó por que se había vuelto loca y todo aquello era producto de su imaginación. ¿Y si padecía esquizofrenia?
–¿Mel?
Los pensamientos de Melissa se esfumaron como la niebla, devolviéndola a la realidad. Dirigió su mirada hacia la voz, aunque ya sabía de antemano quién podría ser. Hasta el momento, solo una persona la llamaba Mel.
–¿Qué haces? –Efectivamente, era Crad.
–¿Una persona no puede mirar el cielo tranquilamente? –protestó Melissa.
–Sí, pero... –replicó Crad.
–¿Qué es esto? –interrumpió una voz femenina.
Ambos jóvenes se volvieron. Con cierto horror, Melissa observó cómo Elybel tenía en sus manos su bandolera; el único equipaje que se había llevado del orfanato. Antes de que la muchacha pudiera detenerla, la elfa había sacado un objeto del interior de la bandolera.
Un intenso y blanco destello inundó el ambiente.
Elybel enseguida soltó el objeto, aterrada. Se echó hacia atrás rápidamente como pudo, pestañeando repetidas veces. Crad se frotaba los ojos mientras lanzaba maldiciones nerviosas en voz alta. Melissa, en cambio, se apresuró en coger el objeto que la elfa había tirado al suelo, esquivando con cuidado el fuego que había en medio.
Era su cámara de fotos. Una cámara de fotos demasiado delicada como para tirarla por los suelos.
–¡Melissa! –gritó la elfa, atrayendo la mirada nerviosa de la joven–. ¿Qué hace eso? ¿Qué es?
La interpelada maldijo para sus adentros. ¿Qué diría ahora?
–¡Es una cosa mía! –exclamó al final, cerrando la cámara y escondiéndola en la bandolera con rapidez–. ¿Nunca te han enseñado que no debes cotillear las cosas de los demás? –Su tono de voz sonó enfadado, en parte por lo que decía y en otra porque todavía guardaba rencor hacia Elybel por lo del lago.
–Pero Mel –se quejó Crad por detrás–. ¡Ese cacharro acaba de brillar como si fuera un sol!
Todavía más nerviosa de lo que estaba ya, Melissa cogió la bandolera entre sus brazos fuertemente, sin pretender soltarla.
–¡No os importa! –replicó, apresurándose en inventar una escusa que valiera. No encontró ninguna.
Se levantó de un salto y volvió al sitio donde había estado observando las estrellas. Allí se sentó –sin soltar un solo segundo su bandolera– y se puso seria. Vio las caras de Elybel y Crad e intentó aguantarse las ganas de reír. La situación se estaba poniendo peliaguda, cierto, pero la expresión que esos dos amigos mostraban era épica.
El animal sin nombre había estado echo un ovillo, durmiendo junto al fuego todo el tiempo. Pero en aquel instante se encontraba sentado, observando la escena con las orejas levantadas y sus ojos azules abiertos como platos. La luz cegadora lo había alarmado incluso más que a ellos, debido a que él tenía una vista más agudizada.
–Mel, ¿qué era eso? –repitió Crad.
–¡Maldita sea, no me preguntéis más! –exclamó Melissa furiosa–. No puedo... decíroslo. –El tono de voz había sido el adecuado, pero solo faltaba que esos dos se lo creyeran–. ¡Y no me llames Mel!
–¿Eres una bruja? –preguntó Elybel de improvisto.
Melissa parpadeó un par de veces.
–¿Una qué...?
–Una bruja –repitió la elfa, cansada–. Ya sabes, que haces hechizos y esas cosas.
–¡No! –se apresuró en responder, sobresaltada–. ¿Qué voy a ser una bruja yo, si ni siquiera existen?
Un largo silencio inundó el ambiente, solo roto por el crepitar del fuego.
–¿De verdad crees que no existen? –preguntó Crad, algo turbado.
–Claro –asintió Melissa–. Eso no es verdad, no puede serlo. Es... ilógico. –Luego se le pensó mejor, recordando la situación en la que se encontraba. Estaba en otro mundo, viajando con una elfa y un chico casi de su edad que se dedicaba a luchar. Eso sí era ilógico–. O sí... –terminó por murmurar, inconscientemente.
–¡Existen! –saltó Elybel–. ¿Nunca te contaron nada sobre los brujos? –Melissa negó con la cabeza. Se había llegado a olvidar de la pequeña pelea que habían tenido ambas en el lago. La elfa suspiró, abatida–. Son muy antiguos. Nadie sabe cómo surgió el primero, pero lo cierto es que se extendieron tan deprisa que cuando se quisieron dar cuenta ya ocupaban una gran parte de la población. Podían hacer cosas maravillosas, crear algo de la nada. –Sus ojos brillaban de la emoción. En cierto modo, disfrutaba contándolo–. Pero enseguida llegaron los problemas. Obviamente, a mucha gente le parecían peligrosos, y los brujos que se dedicaron a hacer el mal empeoraron la situación. Muchos se sintieron tan poderosos, que empezaron a querer gobernar el mundo a la fuerza.
–Los Lokaru... –susurró Crad de repente, atrayendo la mirada de las dos chicas
–Cierto –afirmó Elybel. Luego dirigió sus ojos de nuevo hacia Melissa–. Los Lokaru fueron los brujos más poderosos de todos. Su familia tenía un gran poder, mayor que ninguno de los demás. Y ellos fueron los que más desastres causaron. Cegados por el orgullo y la codicia, cayeron en una trampa... Y toda la familia murió.
Se formó un tenso silencio.
–No todos –irrumpió Crad nuevamente–. Dicen que algún Lokaru se salvó...
–Pero no está seguro, Crad. –Soportó la mirada enfurecida del chico con una sonrisa malévola.
–¿Y los demás brujos? –preguntó Melissa entonces.
–Todavía viven, pero pocos –explicó Elybel–. Muchos fueron exterminados. La gente no se fiaba de ellos, a pesar de que algunos no eran malvados ni tenían ansias de poder. Pero todos estaban alterados con la situación, así que no se detuvieron a interrogar. Sólo mataban. –Le echó mucho énfasis a la última frase. En aquello se notaba la distinguida personalidad de los elfos.
Melissa tardó unos segundos en ordenar toda aquella información que le habían soltado de golpe.
–Yo no soy una bruja. –Bostezó–. Y tengo sueño.
Inmediatamente se tumbó sobre la tierra. Estaba rendida. Dos días sin dormir tenían sus consecuencias.
–¿No nos vas a decir qué era esa luz? –preguntó Crad.
–No –respondió Melissa rotundamente. Luego abrió un ojo para ver la cara de Crad–. Quizás algún día... –susurró.
La calidez del fuego y el cansancio no pudieron evitar que el ojo de Melissa se fueran cerrando poco a poco. Sintió cómo el pequeño animal se aproximaba a ella y se tumbaba entre sus brazos.
–¿Te quedas a vigilar tú? –oyó que preguntaba Elybel.
–Sí, sí, yo hago la guardia –respondió Crad–. Tú duerme, que lo necesitas.
No escuchó nada más. Dudó unos instantes en si era porque se había dormido o porque ya no hablaban más. Pero antes de caer definitivamente en el sueño, repasó lo que había ocurrido aquel día en su cabeza. Demasiadas cosas. Todo iba muy rápido, sobretodo en aquellos últimos minutos durante los cuales había descubierto tres cosas:
Primero, que la Osa Mayor se veía desde Anielle.
Segundo, que los brujos existían allí –aunque escasearan–.
Tercero, que a Elybel le encantaba hablar sin descanso.
En el bosque había más actividad de la que se solía ver. Próximos a las fronteras, se encontraban cuatro puntos luminosos: hogueras. Cuatro hogueras encendidas por cuatro grupos distintos de gente.