Miembros de la Séptima Estrella

lunes, 4 de noviembre de 2013

¿Qué me pasa?

Hola a todos.

Soy consciente del tiempo que llevo desaparecida. Soy plenamente consciente de que dije que había vuelto. Pero algo pasó. Algo que me ha bajado del todo.
Estoy pasando por un momento difícil. Algunas personas (Gaby, de Crónicas del Submundo sobretodo) saben lo que pasa. Especialistas me han recomendado hablar y escribir sobre ello. Así que, si no queréis leer, estáis en vuestro derecho. Lo que voy a escribir ahora no es para dar pena ni nada por el estilo. Simplemente lo necesito. Además, tampoco diré mucho. Esto es un blog público y cualquiera puede verlo (aunque ya tengo otro blog donde escribo más sobre este tema, pues me lo recomendaron aunque no me siga ni lea nadie).

Tengo el humor tan sumamente bajo y estoy tan mal por dentro que no soy absolutamente capaz de escribir sobre El viaje de Melissa ni ningún otro libro. Tan solo puedo escribir pequeñas cosas de lo que voy sintiendo, para desfogarme. Sé que hay cosas peores, sé que hay gente que está más mal que yo. Pero esto me puede. No contaré qué es. Son temas del corazón. Pero suficiente trabajo tengo ya para intentar estudiar y sacar buenas notas como para escribir y subir en el blog... Y menos aún leer... Y claro, estoy en bachiller. Súmale eso al problema de estrés que tengo y que ya comenté anteriormente. Y bueno... al problemilla que me ha surgido que supongo que todo el mundo habrá pasado alguna vez.

No quiero alargarme. Esto es solo para que me conozcáis un poco en esta situación. Pediros mil disculpas. Espero volver algún día a la normalidad, aquí. Espero volver a ser como antes. Por ahora solo me queda intentar desahogarme con todo lo que encuentre. Dudo si dejar el blog en el que escribo sobre esto aquí. No sé si que lo lea gente que me conozca es bueno. En todo caso... Lo siento mucho. Algún día volveré. No sé cuándo, pero volveré.

Muchas gracias a todos. Sois los mejores. Vosotros habéis hecho mucho por mí, solo con leer el blog y vuestros comentarios. Os quiero. <3

PD: Tranquilos, haré lo posible por seguir escribiendo esta historia y terminarla lo antes posible, de verdad. Pero ahora... ahora no puedo...

miércoles, 7 de agosto de 2013

Aviso importante, leed

Hola, vengo aquí con noticias... algo malas. Veréis, hace mucho tiempo que tardo en subir, ¿verdad? A veces tardaba 3 meses en escribir un capítulo, cosa que antes lo hacía en una semana o dos. Por los estudios y demás cosas no tenía tiempo. Además de que tenía que leer más blogs. Pero a causa de eso, ahora hay un problema un pelín más grave. Necesito tranquilizarme, relajarme. Y esta vez en serio. Resulta que llevo un año con problemas de estrés, tal y como me dijo el médico. Debo alejarme de todo aquello que me estrese y estar lo más tranquila posible.
Antes de nada, quisiera pedir disculpas a todos aquellos que, durante este año, he dicho que leería sus blogs o escribiría en ellos, y me he retrasado mucho, o a veces incluso los he dejado aparcados. Sé que he entrado a colaborar en algunos, y al final no he seguido. Lo siento mucho.
¿Qué voy a hacer ahora? No quiero dejar aparcada esta historia a punto de terminar. La terminaré de subir. Pero luego... Bueno, luego no sé qué pasará. Ahora estoy con medicamentos que me dejan un poco débil, y si además necesito tranquilizarme, pues puede que:
1) Pase bastante tiempo hasta que empiece a subir la segunda parte.
2) No suba la segunda parte.
No sé lo que haré. Posiblemente sea la primera. En todo caso, lo siento. Si la subo, a lo mejor tarde muchísimo más en escribir los capítulos.
Aunque tampoco todo esto es culpa del blog. Quiero dar las gracias a todos vosotros y vuestros comentarios, pues muchas veces estaba mal y lograbais hacerme sonreír. Me habéis ayudado mucho, aunque nadie sabe realmente todo. Pero no importa, solo quiero agradeceros esto. Sois los mejores. Y aquí hay muchos jóvenes escritores que estoy segura de que llegarán lejos. ¡Seguid vuestros sueños!

¡Hasta pronto!

viernes, 2 de agosto de 2013

[L1] Capítulo 29: El coleccionista de secretos

Hola, soy la señora tardona. Lo siento mucho, pero es que tengo la agenda muy ajetreada. ¡Si hoy me he despertado a las nueve y media expresamente solo para terminar este capítulo y subirlo! Apenas tengo tiempo, ni para leer ni para escribir. ¡Vivo estresada! Y ahora entran fiestas en mi pueblo, y luego en el otro, y luego en el otro. Pero no quiero contaros mi vida, solo deciros que últimamente este blog está muy a lo ueh, tardo 2, 3 meses en subir. :( Sorry...
A todo esto, este capítulo es un pelín largo.
Cuando tenga tiempo iré leyendo vuestros blogs para ponerme al día. :'(

Arrivederci! ¡Disfrutad el capítulo! ¡Es hora de que me vuelva a dormir! Zzzzzz...




¡Qué vergüenza! —exclamaba la señora De Sianse por tercera vez consecutiva—. ¡Ese no es el carácter de una dama!
El señor De Sianse estaba serio, mirando fijamente hacia la ventana y sentado en su butaca. Su mujer se encontraba acomodada en el sillón de al lado. Esta había dejado su taza de té sobre la mesita y no paraba de gritarle a su hija, Belinya de Sianse, que se mantenía de pie, con la cabeza baja y las manos cruzadas ante ella.
Pero Koren es mi prometido —murmuró Inya.
¡Pero no puedes besarle en un callejón, como una fulana! ¡Las habladurías que has levantado son enormes! ¡Ahora te has ganado una muy mala fama! ¿Qué va a ser de los Sianse? —seguía lamentándose su madre.
Inya comenzaba a ponerse nerviosa. No soportó callarse más y chilló:
¡Antes también hablaban! ¿Qué diferencia hay? ¡No puedo hacer nada sin que el pueblo se entere y hable! ¡No puedo quedarme siempre callada y sonreír! ¡A eso no lo considero vida! ¡A eso lo llamo condenarse a ser una estatua, una simple figura que camina y no siente! ¡Quiero ser yo!
¿Cómo puedes decir eso? —se escandalizó—. ¡Eres una dama! ¡Tu deber es preservar el honor de los Sianse!
¡Solo sabes hablar de deberes! ¡Hay más cosas además de eso! —contraatacaba ella.
¡Estás volviéndote muy contestona, jovencita! ¡Así no te irá bien en la vida!
No me puede ir peor ya... —musitó en voz muy baja.
¿Qué has dicho?
Nada.
Su madre se la quedó mirando, muy seria. Inya no soportaba sus ojos. Su rabia había ido creciendo a lo largo del tiempo, y ahora sentía que había estallado, y que si volvía a abrir la boca no podría controlarse.
Que sepas que estás castigada.
Aquello fue la gota que colmó el vaso. La cara de la jovencita se enrojeció de puro enfado, y apretando los puños, tensó sus músculos.
¡No tienes derecho! —gritó, como jamás lo había hecho—. ¡Ni siquiera eres mi madre!
La mujer abrió mucho los ojos. Las palabras de Inya parecieron penetrar en lo más profundo de su ser.
No digas eso, Belinya...
¿Por qué no si es la verdad? —preguntó Inya, furiosa.
Porque eso también te influye a ti —aclaró. Pero en cuanto vio la expresión de dolor que Inya mostró, suspiró—. De verdad, Belinya. Esto no puede seguir así. Tienes que comportarte como una verdadera Sianse.
¡No quiero ser una Sianse si eso implica ser una esclava de la sociedad! ¡Es horrible! ¡A veces preferiría que no me hubierais adoptado!
Dicho esto, corrió hasta la puerta del salón, la abrió con brusquedad y se alejó por el pasillo del palacio, escuchando la voz de su madre llamándola a sus espaldas. Estaba furiosa, pero había soltado todo lo que se había guardado durante tanto tiempo. Se sentía liberada al fin, y esa sensación le gustó.
Después de aquello, se encerró con llave en su cuarto y se tiró sobre la cama, enterrando el rostro en su almohada. No sabía qué hacer a partir de entonces. Se sentía en un callejón sin salida, y la angustia la quemaba por dentro. Sabía que deseaba demasiadas cosas que tenía muy lejos de su alcance, y odiaba no poder encontrar una solución. Tenía conciencia de que aquello que le había dicho a su madre había sido cruel. Pero al fin y al cabo, era lo que pensaba. Y ya no pretendía ocultar nada de su interior. Ya no le importaba en absoluto lo que la gente le dijera. Decidió entonces que lo único que buscaría sería su propia satisfacción y felicidad. Lucharía por ello hasta el final, ignorando a los demás. Esa fue su promesa.

* * *

Hacía ya un rato que Melissa y aquella mujer estaban calladas. Melissa seguía sufriendo la claustrofobia, y jadeaba sin cesar, sintiendo cómo le faltaba el aire. Abrazandose las rodillas, cada vez se pegaba más a la puerta, como si pretendiese atravesarla. No dejaba de mirar el ventanuco de la pared de enfrente. Era la única comunicación con el exterior que había allí.
De repente, la mujer comenzó a murmurar algo demasiado bajo para que Melissa pudiese oírlo. Esta hizo un esfuerzo por entenderla, pero descubrió que simplemente se había dormido y estaba murmurando en sueños. Decidió dejarla en paz y seguir a lo suyo, pero la mujer se puso a gritar sin previo aviso:
¡Gabrielle! ¡Gabrielle! —chillaba—. ¡Corre!
Melissa se acercó a ella, asustada. Intentó despertarla zarandeándola, y descubrió que su piel estaba terriblemente seca. Tenía un tacto rugoso y duro, y le recordaba a la piel de un reptil. Al retirar la mano se dio cuenta, con sorpresa, que se había quedado con trozos de piel muerta de la mujer. Estaba tan desnutrida...
Súbitamente, la mujer lanzó un grito y se irguió, cogiendo a Melissa de los brazos y acercando mucho su rostro al de la joven. Melissa se sobresaltó. Tenía miedo, pues veía los ojos desorbitados de la mujer a menos de un palmo de los suyos.
¿Qué... qué ocurre? —preguntó Melissa con hilo de voz.
La mujer rompió a llorar sin razón aparente.
Gabrielle huyó —dijo entre lágrimas, con la respiración alterada y sin soltar a la joven.
¿Quién es Gabrielle? —siguió Melissa, intrigada.
Gabrielle es mi hija.
Y la mujer siguió llorando. Esta vez, sus manos ya no tuvieron más fuerza y soltaron a Melissa, dejando caer sus brazos como un peso muerto y apoyándose en la fría pared de piedra. Melissa la observaba con cierta compasión. No sabía qué debía hacer, o qué tendría que decir. No conocía a ninguna Gabrielle, pero creyó, por la reacción de la mujer, que estaba libre, fuera de aquel lugar. Por otro lado, también se planteó la idea de que no existiera tal chica, y que todo aquello era debido a la locura de la mujer. Aunque no supo decantarse por ninguna, siguió actuando como si creyese la primera.
¿Sabes dónde está? —preguntó en voz baja.
La mujer abrió los ojos y se enderezó de repente, sobresaltando de nuevo a la joven.
¡Oh, sí! —comenzó a exclamar—. ¡Sí, sí, sí, sí! ¡La última vez que la vi estaba en Digrin!
No parecía la misma, opinó Melissa. Antes estaba mucho más calmada y hablaba con serenidad. En aquel momento parecía que se le había ido la pinza completamente. Pero al menos sus respuestas parecían ciertas.
¿En Digrin?
¡Ah, sí! Ahora estamos en Herielle. A Digrin se llega en barco. Es un continente, una enorme isla donde casi siempre está el cielo nublado. ¡Bendito el día que se ve el sol! —terminó, alzando sus esqueléticas extremidades de forma teatral—. Todos decían que Gabrielle se parecía mucho a mí. Cuánto habrá crecido ya. ¡Debe ser toda una mujercita! No creo que su padre cuide de ella, pero estoy casi segura de que él sí que lo hará... Aunque no sea su hija. ¡Por eso no me preocupo! ¡Confío en él!
Unos golpes en la puerta asustaron a Melissa, que se volvió rápidamente, pues estaba de espaldas a ella. Del otro lado se oyó una voz varonil y grave que gritaba algo en la lengua de Gouverón, por lo que la joven no pudo entenderlo. La mujer rió por lo bajo. Ella la miró, interrogante.
Nos ha dicho que callemos —susurró—. Qué les importa a ellos si hablamos o no. Como si pudiésemos salir de aquí algún día.
Melissa sintió un escalofrío.
¿No hay ninguna forma de escapar? —preguntó, asustada.
Nadie ha logrado salir nunca, así que de momento no. Pero quién sabe. —Bajó la mirada hacia la bandolera de Melissa—. ¿Qué llevas ahí? Es raro que te hayan permitido llevar algo contigo.
La aludida miró su bandolera. Era cierto, a ella también le extrañaba. La abrió y tanteó lo que tenía dentro. Ya ni se acordaba. Solo estaba su cartera con un dinero inservible en aquel mundo, su cuaderno de dibujo, su estuche de pinturas y la cámara de fotos dentro de su funda. La mujer asomó la cabeza para ver todo aquello.
¿Son cosas de la Tierra?
Sí —respondió Melissa—. Pero sólo me servirá el cuaderno de dibujo y el estuche. Lo demás ya no lo voy a utilizar más...
¿No sabes volver a la Tierra? —preguntó la mujer, mirándola a los ojos.
No. ¿Tú sí? —dijo, sintiendo cómo una extraña sensación de alivio crecía en su interior.
Oh, sí. Pero no logro acordarme... Se vuelve igual que se va, se va igual que se vuelve. Sólo recuerdo eso. Debes hacer memoria de cómo llegaste a Anielle.
Simplemente caí y me di en la cabeza contra un árbol. Todo empezó a dar vueltas y cuando me di cuenta, ya estaba en Anielle —explicó Melissa, ansiosa por una respuesta.
Falta algo —objetó la mujer—. Te falta algo. Un detalle. Había algo más.
¿Cómo qué? —insistió Melissa, nerviosa.
¿Tienes ganas de volver?
Melissa calló y caviló. ¿Tenía ganas de volver? Ella había escapado del orfanato para tener independencia. Al principio había decidido que se estaba bien en Anielle. Allí jamás la encontrarían y podría ser libre de verdad. Pero entonces se dio cuenta de que, realmente, echaba de menos su mundo natal. Supuso que era lo mismo que cuando alguien se independiza de sus padres. Se va de casa, pero no olvida jamás los años que pasó en el hogar donde se crió.
—Sí... supongo que sí —respondió al fin—. Echo un poco de menos la Tierra.
Normal —dijo ella—. Yo también echo de menos mi casa. Era una casa grande y blanca, a las afueras de Lond, junto a un río hermoso. Un lugar muy agradable y tranquilo para vivir. Sus jardines eran muy coloridos. Recuerdo que había flores de todos los tipos y colores. Y los caminos empedrados, los bancos de mármol... Oh, todo era precioso.
Vaya —suspiró Melissa, asombrada ante tal belleza descrita.
Se hizo un nuevo silencio durante el cual ambas estaban absortas en los recuerdos de sus antiguos hogares.
Un sonido como de algo rasgándose rompió el silencio de la celda. Melissa volvió la mirada, extrañada, y descubrió que la mujer se había arrancado un trozo de tela de su vestido. Antes de poder preguntar qué estaba haciendo, le cogió su colgante y empezó a envolver la piedra con aquel trozo de tela.
¿Podrías hacerme un favor? —preguntó la mujer.
La joven asintió en la oscuridad, curiosa, y sin dejar de observar cómo envolvía su colgante.
Si sales de aquí... busca a Gabrielle y dile que la quiero, que todo irá bien y que tenga paciencia, que algún día descubrirá toda la verdad. —Hizo un nudo y soltó el colgante—. Y además, me gustaría que buscaras también a otra persona, y decirle que no la olvido y que la sigo queriendo. Es...
Sin previo aviso, la puerta de la celda se abrió con brusquedad. Afortunadamente, Melissa se encontraba junto a la mujer, así que no le dio. Sin haber pasado mucho rato, entró un hombre grueso y maloliente, con el rostro empapado de sudor y la suciedad pegándose a su cuerpo. Cogió a Melissa de un brazo y la levantó con una sola mano. Su fuerza era tal que la joven gimió de dolor. Aquel hombre le gritó algo a escasos centímetros de su rostro, echándole su pestilente aliento y salpicándola de saliva. Melissa se quedó donde estaba, mirando al guardia a los ojos y sin saber qué hacer o decir.
Pregunta que cómo te has quitado las cuerdas de las manos —saltó la mujer de repente.
El guardia oyó aquello y, sin soltar a Melissa, propinó varias patadas a la mujer con una terrible brutalidad. Melissa, al ver aquello, tiró del brazo del hombre con todas sus fuerzas, aún sabiendo que no obtendría resultado alguno, pues él era más fuerte.
¡No! ¡Déjala! —gritaba, sin dejar de tirar de él.
Al principio pareció dar resultado, porque el hombre dejó de darle patadas. Pero luego se volvió hacia ella y le apretó el brazo tan fuerte que Melissa sintió como si se le fuera a romper el hueso. Lo siguiente que vio fue un puño cerrado abalanzándose contra su rostro. Y finalmente, un dolor atroz en su lado izquierda de la cara, justo debajo del ojo. Había faltado poco para que diera de pleno en él. De repente, un sabor metálico inundó su boca. Escupió, asqueada, y descubrió que era sangre. Buscó desesperada el origen de la hemorragia y descubrió que, debido al golpe, se había herido la parte interna de la mejilla con un diente, además de un pequeño corte en la lengua.
Sin perder más tiempo, la sacó de allí a empujones y cerró la puerta de la celda nuevamente. Una vez fuera, la cogieron dos guardias nuevos, uno de cada brazo. Ambos eran muy altos y gruesos, y apestaban a sudor y tierra. Melissa no quiso mirarles a la cara. Se quedó con la vista clavada en el suelo y una furia que llenaba cada fibra de su cuerpo. En su mente se reflejaba un único pensamiento: quería salir de allí con Crad.
Los guardias la arrastraron hacia delante, conduciéndola por un laberinto de celdas. Melissa no quiso mirar a los presos. Mantuvo su cabeza gacha y el corazón encogido ante los lamentos que se oían. Había tanto sufrimiento allá abajo...
Subieron por unas escaleras de caracol, repletas de musgo y humedad. Melissa tampoco les hizo caso. Su ira simplemente siguió creciendo a cada paso.
Pasillos y más pasillos. Todo se reducía a eso. Ni siquiera había cuadros, tan solo simples paredes azules. Toda decoración había sido eliminada, haciendo el castillo más inhóspito de lo que ya era de por sí.
Pero algo ocurrió. Al final de un largo pasillo apareció una pequeña sala, en la cual colgaba un gran cuadro. Melissa alzó la vista al fin y observó cómo iban acercándose a él. Al parecer, la dirigían hacia allí. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, se fijó en las personas del retrato. Intuyó que eran reyes por sus elegantes ropajes y sus posturas orgullosas. El hombre estaba de pie, con un traje azul más semejante a los de principios del siglo XX, con hombreras y flecos dorados, un pantalón blanco y, en su pecho izquierdo, algunas medallas. Su sonrisa parecía gentil y amigable, transmitiendo así confianza. Su cabello era castaño oscuro y corto, y sus ojos del mismo color. La reina estaba sentada a su lado, en una gran silla de oro. Su tono de piel era casi enfermizo. Tenía una larga cabellera de un color entre castaño y rubio que caía ondulándose con gracia sobre su torso. Poseía una belleza sublime, casi inimaginable. Su tez, lisa y pálida, parecía esconder algo que la pintura no quería mostrar. Sus ojos claros brillaban de forma extraña; triste y feliz al mismo tiempo. Llevaba un largo vestido rojo bordado de espirales y motivos florales dorados. Sus manos descansaban sobre su regazo y su labios rosados se curvaban hacia arriba en una sonrisa melancólica. Todo el sentimiento que aquella mujer transmitía hizo estremecer entera a Melissa. Pero ya no pudo observar nada más, pues los guardias tiraban de ella hacia un nuevo pasillo.
El nuevo recorrido era el más oscuro de todos, y Melissa descubrió el porqué enseguida. No todas las velas de los costados del corredor estaban encendidas. Había algunas aleatorias que se encontraban apagadas, lo que sumía al lugar en la penumbra. De repente, los guardias se detuvieron, y la joven se percató de que habían llegado al final del trayecto; una gran puerta de hierro se alzaba ante ellos, imponente.
Adelante —habló una voz grave desde el otro lado.
Un hombre salió de entre las sombras, sorprendiendo a Melissa, que no lo había visto, y abrió la puerta que tan pesada parecía. Llevaba una especie de uniforme negro y una larga capa del mismo color, algo que llamó la atención a la joven, pues se esperaba a alguien con armadura y casco medievo.
Cuando la puerta estuvo lo suficientemente abierta como para que pudiesen pasar, la empujaron hacia dentro y la obligaron a caminar de nuevo. Lo primero que pensó Melissa al entrar en aquel lugar fue «frío». Pero no el frío de sensación, sino un frío más profundo, más intenso, más... interno.
La estancia era grande y el techo se encontraba a varios metros de altura. En los costados colgaban unas cortinas negras que cubrían la pared entera, impidiendo descubrir qué había allí. Además, unas gruesas columnas de piedra dividían la sala en tres pasillos. En el del centro, y por el que iban ellos, se encontraba una plataforma con escaleras que subían hasta llegar a un gran asiento; alguien estaba de pie allí, apoyando un brazo en el trono. Su rostro estaba semioculto en la oscuridad.
Los guardias siguieron arrastrando a Melissa hasta que se detuvieron justo en el centro del rectángulo de luz originado por un gran agujero en el techo por el cual entraban los rayos. En aquel entonces, el sol incidía directamente allí, por lo que Melissa adivinó que era mediodía.
Fue entonces cuando se dio cuenta de otra cosa. Sintió cómo algo se removía en su cuello y miró hacia abajo. Lo único que encontró fue su colgante, envuelto en las telas viejas de aquella mujer. Parecía estar vibrando como antes en la celda. La joven estuvo segura de que, de no estar cubierto, su luz azulada iluminaría toda la sala. Pero atando cabos, cayó en la cuenta de que si la piedra reaccionaba así era porque había un brujo allí.
Un agudo gemido llamó la atención de Melissa, que lo reconoció al instante. Seguidamente, unos pasos descalzos comenzaron a correr en la parte izquierda, muy cerca de la pared, medio ocultándose en las sombras. Aun así, la joven logró ver una pequeña figura de largo cabello oscuro que se alejaba entre las columnas. No quiso volver la cabeza más de lo necesario, además de que no le hubiera servido de nada, pues los corpulentos cuerpos de los guardias le impedían la visión. Lo último que se oyó fue la puerta de hierro abrirse y cerrarse de nuevo con un portazo. Y luego el silencio.
La misma voz grave que les había invitado a pasar, rompió aquel pesado silencio. Provenía de lo alto de la plataforma, justo de la persona que estaba de pie. Debido a que utilizó palabras en aquel idioma que Melissa desconocía, la joven se quedó mirando con expresión interrogante. La figura volvió a hablar, y aquella vez lo hizo en tono de pregunta. Pero Melissa no abrió la boca, sino que siguió mirando sin saber qué hacer o decir. Entonces, una segunda voz entró en escena, y aunque tampoco lograra descifrar sus palabras, supo enseguida a quién pertenecía. Cómo olvidar algo así. Ya de por sí, las voces de los elfos eran melodiosas y puras, y cuando hablaban no podías ignorarlos. Parecía que hablaban cantando, cautivando tus oídos y haciéndote sentir pequeño, muy pequeño. Pero aquella elfa tenía otro acento, uno tan seductor y misterioso al mismo tiempo que te hacía querer huir lejos de ella.
Giró la cabeza hacia la derecha, donde la elfa salía de detrás de la columna a la luz, dejando ver su esbelto y elegante cuerpo. Melissa se sorprendió al verla en aquellos ropajes. Había cambiado los atuendos típicos de los elfos por un traje ceñido de cuerpo entero negro, botas altas grises, un cinturón donde guardaba algunas dagas y una coraza que le cubría el pecho, pero sin privarlo de un pronunciado escote. Su largo cabello pelirrojo seguía igual de lustroso que siempre, ondulado hasta la cintura. Pero en aquella ocasión había retirado de su rostro cualquier mechón que pudiera interponerse en su visión con una diadema negra. Así, sus largas orejas puntiagudas quedaban perfectamente a la vista.
Cómo olvidarse de una figura tan llamativa como la de Senlya.
El hombre del trono y ella mantuvieron una breve conversación de la cual Melissa no pilló ni una sola palabra. Por eso cuando pudo entender una frase, se sintió aliviada.
Bien, entonces, visto lo visto, tendremos que hablar en la lengua rebelde.
Todos parecieron sorprenderse, incluso Senlya, que abrió mucho los ojos y miró hacia el trono. Los guardias que sujetaban a la joven la apretaron más fuerte durante un instante, como si hubieran tenido un impulso nervioso al mismo tiempo. Melissa, en cambio, estaba agradecida de no sentirse perdida al fin.
Pero señor... ¿cómo...? —habló Senlya, sin salir de su asombro.
¿Acaso no me veían capaz de aprender su lengua? —dijo el hombre del trono.
No, no es eso, señor... Pero resulta extraño puesto que ese idioma es un símbolo de rebelión... —se excusaba la elfa, nerviosa. Aquello sorprendió a Melissa, pues nunca la había visto de aquella forma. Siempre había creído que ella tenía un carácter fuerte y aires de superioridad. Pero en aquellos momentos no mostraba ninguna de las dos cosas.
¿Y qué más da eso? Ahora nos va bien, así que volvamos a lo importante. —Aunque no se le podía ver el rostro, por su movimiento se supo que miraba directamente a Melissa—. Si así nos entiendes, ¿podrías responder algunas preguntas?
Su tono de voz era irónicamente amable, algo que hizo rabiar a Melissa por dentro. ¿Aquél era el verdadero Gouverón? ¿Estaba ante el primo que consiguió matar al antiguo rey y quedarse con su trono? No se lo creía, puesto que solo veía a un hombre cualquiera que se le había subido el poder a la cabeza. Por ello, no abrió la boca. Simplemente lo observó con una mirada repleta de rabia.
¿No quieres hablar? —volvió a preguntar.
¿Qué quieres? —soltó Melissa, impaciente y sin un rastro de temor en su voz.
Senlya lanzó un suspiro que la joven entendió como un «estás muerta». En cambio, el hombre del trono rió, sorprendiendo a todos nuevamente, esa vez incluso a Melissa.
Me gustas, Melissa —dijo, una vez calmó sus risas—. Como veo que eres tan impaciente, lo voy a pedir sin rodeos. Básicamente estas aquí para que confieses dónde se encuentra la base de la Séptima Estrella.
Aquello la dejó atónita. ¿La base? ¿Acaso tenían una base? Nunca se había imaginado algo así, aunque entonces le pareció normal. Eran un grupo de gente que quería luchar contra Gouverón. Lo más sensato sería que tuvieran una base. Pero, por suerte o por desgracia, ella no conocía dicho lugar.
No lo sé —contestó, seria. No quiso aportar más información. Ni tenía ganas ni la necesitaban.
Sabes que no te conviene mentir, ¿verdad? —la avisó el interrogador.
No estoy mintiendo. No sé tantas cosas como crees.
Estaba furiosa. Ya de por sí tenía mal carácter, pero sumándole el estrés y la claustrofobia, este aumentaba. Además, los recuerdos de la historia de Crad eran recientes, y no dejaban de pasar por su mente, imaginándose al que tenía delante ordenar quemar su casa y matar a su familia. Le provocaba tal náusea que prefería no hablar demasiado.
De nuevo, Gouverón lanzó una risotada.
Siempre hacéis lo mismo, sois todos iguales —dijo, sonriendo maliciosamente—. Con lo fácil que sería responder adecuadamente y librarse del peso. Pero en fin, no hay más remedio que sacaros las cosas a la fuerza. No eres la primera tampoco.
Chasqueó los dedos y una nueva figura surgió de la oscuridad. Melissa pudo sentir cómo su sangre se le congelaba en las venas al reconocer al chico. Con el torso desnudo y las manos atadas ante él por unas esposas de hierro, fue arrastrado por un guardia peludo y feroz que portaba un gran látigo negro. El cuerpo del joven estaba salpicado de sangre y sudor, y soltó un gemido de dolor al caer de rodillas en el suelo. Melissa no tardó ni un segundo en darse cuenta de lo que pasaba.
¡Crad! —gritó instantáneamente al verlo. Se removió entre los brazos de los centinelas sin resultado alguno—. ¡CRAD! —gritó aún más fuerte, esperando una respuesta, pues su compañero tenía los ojos cerrados.
Tras llamarlo varias veces, Crad consiguió alzar la cabeza y abrir los ojos a Melissa.
Tranquila, estoy bien —le dijo con una sonrisa.
Melissa no era tan tonta como para no saber que mentía. Por su instinto protector, para que ella no se preocupara... No sabía el porqué, pero le dio rabia que se lo ocultara.
El chasquido del latigazo y el consiguiente gruñido resonó en la sala. Crad se desplomó cual largo era sobre el suelo con un grito de dolor, dejando a la vista de todos las cicatrices de su espalda. Melissa sintió cómo se le quebraba el corazón y se le revolvían las tripas.
¡¡NO!! ¡¡PARAD!! —gritó con todas sus fuerzas.
Una increíble fuerza afloró al exterior a causa de la ira, y la joven pudo liberarse de los guardias. Quiso avanzar hacia Crad, pero su pie tropezó con un bloque de piedra que sobresalía y terminó en el suelo, arrodillada. Todas las fuerzas milagrosas se le terminaron allí, en el frío suelo de piedra, en medio de los rayos de luz que se filtraban por el agujero del techo. Con la cabeza gacha, apretó los puños contra el suelo.
¿De qué te sirve esto? —preguntó, en un hilillo de voz, sin darse cuenta si quiera que lo decía. De repente, alzó la cabeza, decidida—. ¿Qué debo hacer?
No miró a Crad de nuevo; sabía que si lo hacía no podría pronunciar bien sus palabras.
Al parecer, la determinación de Melissa sorprendió a Gouverón.
Bueno, a mí me gustan los secretos. Y ahora me interesa el lugar de la base de la Séptima Estrella, algo que ninguno de los dos me ha querido confesar —objetó, dando vueltas por la plataforma de su trono, en el cual todavía no se había sentado.
Yo no conozco tal lugar. No sabía que existía hasta hace apenas unos minutos. Es posible que tú sepas más que yo, así que no sacarás nada preguntándome —contestó, siguiendo el recorrido de la sombra con la mirada.
Entonces no sirves para lo que quiero. —Se detuvo súbitamente y la observó—. ¿Quién ha dejado que lleves eso contigo?
Rugió unas palabras que Melissa no comprendió de nuevo, y enseguida sintió las grandes manos de los guardias sobre ella. Forcejeó y gritó; tardó en darse cuenta de que le estaban quitando la bandolera. Una vez despojada de ella, la dejaron en el suelo, atónita. Vaciaron la bandolera girándola del revés, dejando caer todo su interior. Sus lápices se desparramaron por el suelo, su cuaderno se abrió por una hoja en la cual había un dibujo de la puerta del orfanato y su cámara cayó originando un fuerte golpe.
¿Qué son esas cosas? —preguntó Gouverón, curioso.
Una idea cruzó la mente de Melissa. La meta de salvar a Crad no le dejó pensar en las consecuencias que podría conllevar las acciones que quería llevar a cabo.
Has dicho que te gustan los secretos —musitó, volviendo la mirada de nuevo hacia arriba—. Yo tengo un gran secreto. ¿Aceptarías lo que yo te contase a cambio de la liberación de Crad?
La joven vio, por el rabillo del ojo, cómo Crad alzaba levemente la cabeza y la observaba, interrogante. A pesar de ello, y consciente de que él se enteraría de toda la verdad de una forma poco adecuada, no quiso echarse atrás, y siguió con la mirada fija hacia arriba, decidida.
Entonces pasó algo extraño. De repente, un lobo grisáceo y negro saltó de la plataforma y se colocó ante ante ella, poniendo su morro a escasos centímetros de su rostro. Por un momento, Melissa sintió miedo ante lo que aquel lobo pudiera hacerle. Pero en cuanto le miró a los ojos, se quedó hipnotizada. Eran verdes, pero de un verde claro muy extraño. Un verde claro que había visto antes, en alguien... Alguien cariñoso que cuidaba de dos huérfanos.
Yaiwey.
Se preguntó por qué había ese parecido, aunque luego decidió dejarlo estar. Era una tontería. Aún así, tembló de terror en cuanto el lobo bajó la mirada a su pecho y empezó a gruñir. Ella sabía a qué gruñía: su colgante. Empezó a echar su cuerpo poco a poco hacia atrás, imaginándose al lobo abrir sus fauces y arrancarle el cuello de cuajo.
Déjala —bramó alguien.
El lobo miró a los ojos de Melissa de nuevo y luego se apartó bufando, como molesto. La joven se quedó patidifusa y con una sensación extraña en el cuerpo. De verdad que le recordaba mucho a Yaiwey.
¿Podría favorecerme más que conocer el lugar de la base? —preguntó Gouverón, retomando el anterior tema de conversación como si nada hubiera pasado.
Melissa tardó en volverse a calmar.
Sí —dijo sin embargo, con un fuerte tono de determinación.
Se lo pensó unos segundos antes de hablar de nuevo.
Está bien. Pero si no me parece bien, no lo cambiaré.
Lo sé —accedió Melissa. Luego respiró hondo. Seguía sintiendo los ojos de Crad puestos en ella, a la espera de escuchar lo que iba a decir—. Esas cosas que llevaba en mi bolsa no son de aquí. Yo... no soy de aquí. —No sabía cómo decirlo exactamente, y había bajado la mirada para sentirse menos intimidada—. Yo terminé en Anielle por accidente. Realmente vengo de un lugar lejano. De otro mundo.
Se hizo un silencio tan sólido que incluso podían oírse las motas de polvo caer en el suelo. Nadie dijo nada, algo que Melissa ya se esperaba. Se había dicho a sí misma que no la creerían, que la tratarían de loca o de mentirosa. Por eso se sorprendió al oír de nuevo la voz de Gouverón.
¿Cómo es ese mundo del que vienes?
Por un momento, la joven se sintió aliviada. Parecía haber conseguido la atención del gobernador y aquello podía significar la salvación de Crad. Pero por otro lado, empezó a ponerse nerviosa. ¿Cómo les explicaría cómo era la Tierra si no conocían los términos “electricidad”, “automóviles” u otros?
Bueno—empezó—, es muy distinto a Anielle. Sería difícil explicároslo. Allí hemos descubierto la electricidad, y ya no utilizamos caballos para desplazarnos, sino coches, que son unas máquinas que funcionan con un motor. —Miró a su alrededor y observó los rostros de Senlya y los guardias. Todos parecían confusos, y adivinó que no sabían de qué estaba hablando. No se atrevió a mirar a Crad ni una sola vez—. ¿Veis? Es difícil de entender.
No tanto como crees —saltó Gouverón de repente.
Todos alzaron la cabeza, pasmados.
De momento es interesante —prosiguió—. Has conseguido cautivarme. Pero no va a ser tan fácil. Debes mostrarnos el lugar donde apareciste. Si no nos lo demuestras, podríamos creer que estar mintiendo.
Aquello asustó a Melissa. Mostrar cómo llegar a su mundo... ¿Qué harían una vez allí? ¿Acaso había puesto en peligro a todos los terráqueos? Su visión del torturado Crad no le había dejado razonar. Pero ya estaba hecho, así que solo le quedaba una opción: seguir adelante.
Por supuesto. Os lo mostraré.

* * *

Aquella noche había una fuerte tormenta. Las gotas de lluvia se estrellaban contra los cristales de las ventanas y casi parecía que los fueran a romper.
Una anciana estaba sentada en la butaca, frente a la chimenea. Estaba haciendo una manta de lana mientras una niña jugaba con sus muñecas de trapo. De repente, la anciana paró y miró hacia una de las ventanas.
Cede, amor, ya es hora de que vayas a dormir —objetó.
La niña la miró haciendo morros.
Pero abuela... —se quejó.
La anciana sonrió.
Venga, que ya es demasiado tarde y mañana será otro día.
Al final, Cede accedió. Arrastrando los pies, se dirigió a su habitación. Una vez Yaiwey oyó la puerta cerrarse, se levantó de su butaca y dejó su labor sobre la mesita. Caminó hasta la puerta de su casa y la abrió. Una fuerte ventisca la empujó hacia atrás unos centímetros, y varias gotas de agua le chocaron contra la piel como si fueran cuchillas. Justo después de que un chico entrara corriendo en la casa, Yaiwey cerró la puerta de nuevo.
¿Qué ocurre, Deisen? —preguntó inmediatamente al nuevo.
El interpelado apoyaba las manos sobre sus rodillas e hiperventilaba. Había luchado contra los fuertes vientos de la tormenta para llegar hasta allí, y necesitaba recobrar el aliento. Pero una vez lo tuvo medio controlado, se irguió y miró fijamente a Yaiwey.
Se trata de Cradwerajan —informó— y de la chica que iba con él. Los dos han sido cogidos por los guerreros de Gouverón.
La anciana lo miró fijamente y, por primera vez, mostró un sentimiento en su expresión. Las arrugas incrementaron y sus ojos se abrieron con sorpresa. La preocupación se marcaba en cada ángulo de su rostro. Además, Deisen pudo ver cómo sus puños se cerraban con fuerza.
¿Cuándo fue? ¿Dónde los capturaron?
Su voz también había cambiado. Había sonado quebrada y como pronunciada con esfuerzo. Deisen pasó la mano por su corto cabello pelirrojo claro, haciendo memoria.
Hace unos días, en las afueras de Rihem —informó.
Yaiwey asintió sin decir nada.
Gracias por venir aquí a comunicármelo.
¿Va a intervenir? —preguntó el chico, bajando la voz de repente.
La anciana suspiró, abatida.
Sí. No puedo dejarlos a la merced de Gouverón.
Deisen también suspiró.
Lo entiendo. Pero después de tanto tiempo, ¿sabrá hacerlo bien?
No hay tiempo para entrenarse, solo puedo esperar que salga bien. —Colocó una mano sobre el picaporte de la puerta principal y sonrió a Deisen—. Además, tampoco hace tanto, ¿recuerdas?
El chico le devolvió la sonrisa y asintió con la cabeza. Seguidamente, se dirigió a la puerta para enfrentarse de nuevo a la tormenta.
Ten cuidado. Y gracias de nuevo —dijo Yaiwey.
No tiene que agradecerme nada. Se lo debo —contestó Deisen, sereno—. Usted me salvó la vida una vez.
Yaiwey elevó las comisuras de sus labios en una nueva sonrisa sincera. Abrió la puerta y el joven chico se precipitó al exterior rápidamente. Una vez estuvo fuera, la anciana cerró la puerta de un empujón y se quedó allí, sin moverse.
Te dije que fueras a dormir —dijo sin girarse.
Tenemos que ir —habló una voz a su espalda.
Yaiwey suspiró.
Esta noche no podemos —decía mientras se volvía hacia la niña—. Además, tú tampoco podrías venir.
Cede estaba de pie, con los puños cerrados. Temblaba por la alta presencia de ira y terror de su interior. Su mirada parecía echar chispas, y su boca luchaba por contener los gritos de desesperación que deseaban salir al exterior. Además, en su barbilla habían aparecido pequeñas arrugas, al igual que pliegues en su frente.
¡Pero no es justo! —chilló de repente—. ¡No hay tiempo que perder!
No podemos ir a ningún sitio con este tiempo. Aunque lo intentásemos, saldríamos malparadas y no les serviría de nada —intentó hacerla razonar.
¡¿Y QUÉ?! —se alteró Cede—. ¡Es una emergencia! ¡Y si tú no quieres ir ya iré yo!
¡No puedes hacer eso, Cede! ¡Podría pasarte algo por el camino! ¿Y entonces qué? ¡Ya no podrías salvarlos! ¡Cradwerajan no querría que te ocurriese nada!
¡Me da igual lo que querría o no! ¡Es mi hermano!
Pequeñas lágrimas comenzaron a bajarle por las mejillas. Corrió hacia la puerta, hacia donde estaba Yaiwey, y la empujó para intentar apartarla. Quería salir al exterior, quería ir a buscar a su hermano.
Cede, para. Es peligroso. Solo empeoraría más la situación —le decía Yaiwey, intentando sujetarla.
¡No, déjame! ¡Quiero ir en su busca! ¡Tanto Cradwerajan como Melissa necesitan que vayamos! ¡Tenemos que salvarlos a los dos! —repetía una y otra vez.
Pero algo ocurrió. Cede comenzó a sentirse cansada de repente, y los párpados le empezaron a pesar. Todo su cuerpo cayó muerto y se durmió sin que nada pudiese hacer. Yaiwey la sujetó antes de que se diera contra el suelo.
Lo siento —dijo, mirándola con cierta tristeza—. No podía hacer otra cosa.
La llevó en brazos hasta su habitación y la tumbó en la cama. La arropó con todo el amor de una abuela hacia su nieta y, tras pensárselo varias veces, colocó dos dedos sobre su frente. Cede frunció el ceño y comenzó a gemir en sueños, pero Yaiwey no se detuvo. Cuando la anciana retiró sus dedos, la niña ya se había calmado y volvía a dormir plácidamente. En un suspiro, Yaiwey se dio la vuelta y se dirigió a la cocina.
Una vez allí, se agachó en el suelo. Tanteó con la mano las baldosas hasta que encontró una que pudo levantar. Allí había un hueco, del cual sacó un objeto. Sin perder más tiempo, se levantó y caminó hasta la mesa.
El objeto era una caja de bronce, en cuya tapa había el grabado de media cabeza de lobo. Yaiwey pasó los dedos por el dibujo, con cierta melancolía. Al final abrió la caja y sacó de ella un collar de cadena de plata con una perla verde completamente redonda y rodeada de un anillo plateado. Lo alzó ante sus ojos y sujetó la perla con la mano, para poder observarla mejor.

Ha llegado la hora —murmuró—. Te necesito de nuevo.

domingo, 19 de mayo de 2013

[L1] Capítulo 28: Sonrisas por felicidad

¡Sorpresa!
Al fin subo, ¡AL FIN! Siento haber tardado casi tres meses... Entre unas cosas y otras, nada, ¡no había tiempo ni inspiración! Pero al final lo tengo, ¡y estoy muy orgullosa de él! Se descubren bastantes cosas que yo quería contar de hacía tiempo... ¡Y que me emocionan mucho! (No digo que a vosotros os tiene que emocionar por la fuerza... ¡Cada uno es como es!).

ANTES DE NADA, QUIERO AGRADECER A SMILE HAPPY Y *KURONEKO*, QUE ESTÁN LEYENDO LA HISTORIA ACTUALMENTE DESDE EL PRINCIPIO. MUCHAS GRACIAS, DE VERDAD, ADMIRO QUE HAGÁIS ESO. OS RESPONDERÉ A ALGÚN COMENTARIO PORQUE SI NO ME SABRÁ MAL (no quería líos, pero será mejor, para que veáis que de verdad os leo). Y A ANYI TAMBIÉN, QUE SIGUE AVANZANDO POCO A POCO. <3

Por si acaso después de tanto tiempo se os ha olvidado cómo va la cosa, cuento un poco por dónde se había quedado el anterior capítulo:
Crad y Melissa habían sido arrestados por los guerreros de Gouverón, después de conocer a un brujo que decía que su deber era llevarse a Melissa. Inya le planta un beso a Koren en un callejón de Rihem y luego huye avergonzada. Syna se ofrece a entrenar a Gabrielle. ¡Además Koren, Inya, Syna y Gabrielle deben coger el mismo barco hacia Digrin en unos días!

Otra cosita (y ya está, es la última). Se me ha hecho un poco largo este capítulo (11 páginas o así es el que tiene el colgado aquí). Tanto que lo he partido en dos capítulos distintos, así que ahora la historia tiene un capítulo más de lo pensado. Pondré los capítulos que faltan para que se termine la historia en la barra derecha del blog. (¡YA CASI TERMINO! *-*).

Arrivederci! ¡Gracias por leer!



Habían pasado varios días durante los cuales Melissa y Crad habían estado recluidos en aquel carro que no cesaba de moverse de un lado a otro, con la cabeza cubierta y manos y pies atados.
Hasta que llegó el día en que el carro se detuvo y, tras desatarles la cuerda de sus tobillos, los cogieron y los hicieron salir de allí, haciéndolos caminar a ciegas. Los sujetaban fuerte para que no pudieran escapar, y por si acaso colocaban la punta de la espada en sus espaldas, por si a alguno se le ocurría defenderse. Los jóvenes sintieron que entraban en una casa, o algo por el estilo. Tras caminar un rato, bajaron unas largas escaleras que no paraban de girar sobre sí mismas, como unas escaleras de caracol, que los llevaron a un lugar frío, húmedo y con un hedor en el ambiente casi insoportable.
—¡No quedan celdas libres! —gritó alguien en la lengua de Gouverón, y que solo entendió Crad.
—¡Pues que compartan celda! —bramó otro, el que sujetaba a Melissa.
—Pero en distintas, que si no nuestro Señor podría enfadarse —comentó otro.
—¡Pues con presos diferentes! ¡Vamos! —ordenó un cuarto.
Así, tras caminar por distintos pasillos por los que se oían lamentos, gritos y golpes, el que sujetaba a Melissa se detuvo. Esta oyó tintineo de llaves y cómo se abría una puerta, pero no dejó de sentir la espada rozando su camisa, así que decidió no moverse. Otra celda se abrió detrás suyo, y algo cayó al suelo con un gran estruendo.
De repente, el que sujetaba a Melissa la zarandeó con brutalidad y la empujó hacia el interior de la celda que previamente había abierto. Luego la puerta se volvió a cerrar y las llaves dieron varias vueltas en la cerradura. Melissa seguía llevando el saco en la cabeza, pero una vez liberada del guardia, se lo quitó agitando la cabeza con energía. Tampoco sintió mucha diferencia, pues la celda estaba completamente oscura, y solo entraba luz desde un pequeño ventanuco en la parte posterior de una de las paredes, y de la pequeña rejilla que había en la puerta.
—¡Demonios! —chilló, frustrada, dándole una patada a la puerta de hierro.
Se hizo daño a causa de la dureza de esta, pero no se quejó. De hecho, gracias a la adrenalina que tenía en el cuerpo, no lo sintió casi. Pero el dolor de la angustia sí lo notaba. Se encontraba encerrada en un sitio demasiado pequeño, sin ninguna posibilidad aparente de salir, ni siquiera cavando, pues el suelo resultaba ser de piedra también.
La claustrofobia volvió a afectarle. Con desesperación, intentó separar las manos para romper las cuerdas. Pero lo único que consiguió fue que se le enrojecieran las muñecas y le dolieran. Entonces apoyó la espalda contra la pared de piedra y tanteó con las manos para buscar algún saliente donde pudiera frotar su cuerda y romperla. Lo encontró, y empezó a frotar. Estuvo mucho rato así, hasta que al final la cuerda cayó al suelo y sus muñecas doloridas quedaron libres. Las movió, haciendo círculos en el aire. Las sentía dormidas. De repente suspiró, nerviosa, y se arrastró hacia la puerta a gatas. Se sentó allí, muy pegada al frío hierro. Quería sentirse lo más cerca posible de la salida, para al menos calmar un tanto su fobia.
—Si te pones ahí, cuando abran la puerta te van a aplastar —dijo súbitamente una voz femenina en la oscuridad—. Son muy brutos.
Melissa se alertó y escudriñó cada rincón del cubículo con la mirada, hasta que distinguió un bulto en las sombras que parecía respirar con cierta dificultad. No se había percatado de él hasta entonces. Por suerte para ella, le había hablado en español.
—¿Quién eres? —preguntó, asustada y curiosa al mismo tiempo.
La escasa luz que entraba desde el ventanuco permitió distinguir cierta sonrisa en el rostro de la figura.
—¿Qué importa eso ya?
Melissa frunció el ceño. La respuesta le había parecido extraña, y se preguntó si aquella persona llevaba allí mucho tiempo y el encierro la había llevado a enloquecer.
Intentó enfocar la vista y descubrir algún rasgo de la mujer. Le incomodaba hablarle a alguien que no lograba ver. Le pareció atisbar que sus vestiduras estaban incompletas; eran simples jirones sucios. Cuando la figura se removió un poco —quizá para colocarse en una mejor posición—, se oyeron el roce de unas cadenas, lo que hizo que Melissa se diera cuenta de que tenía un grillete en el pie, del cual salía una cadena que nacía en la pared de piedra.
Ninguna de las dos habló durante un buen rato. Melissa no supo qué responder, y la otra mujer no añadió nada más. El silencio perduró hasta que una débil luz azulada comenzó a tintinear en el pecho de Melissa. Esta, asustada, miró hacia ella, la cogió y la estudió. Se trataba de la piedra azul de su colgante. Lanzaba leves destellos en unos intervalos de tiempo irregulares. Parecía vibrar, y cada vez con más intensidad. Así, con cada resplandor, la celda se tornaba mucho más clara, y en esos momentos Melissa pudo observar a la mujer y descubrir que tenía heridas por todo el cuerpo. Su cabello castaño oscuro tenía diversas calvas esparcidas aleatoriamente y sus ojos eran verdes. Esta última característica fue la que más le costó vislumbrar, pero lo que sí que vio enseguida fue su demacrado rostro, desfigurado por una expresión de sorpresa. Sus mejillas estaban hacia dentro, y sus labios eran una simple línea morada y llena de cortes. Además, parecía que sus ojos fueran a salirse de sus cuencas en cualquier momento. Una visión espeluznante.
Súbitamente, la piedra lanzó un destello cegador que obligó a Melissa a cerrar los ojos con fuerza, e incluso estuvo a punto de arrancarse el colgante y tirarlo al otro lado de la habitación. Pero luego fue disminuyendo, al mismo tiempo que se oía un gemido al otro lado de la puerta y pequeños pasos descalzos que se alejaban corriendo.
—¿Por qué tienes tú eso? —saltó la mujer de repente.
—¿La piedra? La tengo desde siempre —respondió Melissa, sobresaltada ante la ansiedad que la mujer mostraba.
—No lo entiendo... —murmuró esta—. ¿No recuerdas cómo llegó a ti?
—No... —musitó, algo confusa por el reciente interés en ella.
—Bueno, da igual. Dámela ahora mismo.
Melissa se la quedó mirando con el ceño fruncido.
—¿Por qué debería dártela? —preguntó, comenzando a ponerse nerviosa ante la idea. Aquel colgante se había convertido en algo muy personal para ella.
—Porque esa piedra no es tuya. Pertenece a otra persona, así que, por el bien de Anielle, es mejor que me la des para que yo pueda entregársela a su verdadera propietaria. Quién sabe lo que podría ocurrir si eso cae en malas manos...
—¿Y por qué debería creerte? —alzó la voz—. He llevado este colgante toda mi vida, y no quiero perderlo así como así. Si de verdad fuera de otra persona, ya han pasado dieciséis años o quizá algo menos. No pienso entregártelo
—No conoces el poder que tienes en tus manos —replicó la mujer—. Por culpa de esa piedra, murieron muchos... —Se atascó suprimiendo la palabra—. Si sigues siendo tan imprudente llevándola siempre a la vista de todos y tratándola como si fuera una simple piedra, tanto tú como los supervivientes van a sufrir de nuevo.
—¿Los supervivientes? ¿A quiénes te refieres?
La mujer suspiró.
—Tú no eres de Anielle. Viniste de la Tierra, ¿verdad?
Aquello dejó a Melissa estupefacta.
—¿Cómo lo sabes? —susurró.
—Por tu forma de hablar y actuar. Además de que has dicho que han pasado dieciséis años desde que tienes el colgante, y no sería posible, porque el colgante se perdió hace unos siete años. Eso es una gran pista de que has estado viviendo en la Tierra, pues allí el tiempo pasa mucho más rápido que en Anielle. Y por último, tu acento. Tienes un acento que me recuerda mucho al de allí.
—¿Tú eres de la Tierra?
La mujer rió débilmente, y por ello tuvo que tomar mucho aire después. Parecía muy débil, y Melissa lamentaba que podría no quedarle mucho tiempo de vida.
—En absoluto. Nunca he pisado ese mundo. Pero muchos brujos sí.
—¡¿Brujos?! —se sorprendió Melissa.
La mujer abrió los ojos como platos, lo que proporcionó otra visión terrorífica. Miró a Melissa con ellos, y esta se estremeció entera.
—No debería haberlo dicho.
—No entiendo... —siguió hablando Melissa, ignorándola—. ¿Quieres decir que en la Tierra hay brujos que vienen de aquí?
Hubo unos segundos de silencio, hasta que la mujer suspiró.
—Creo que será mejor que te lo explique. Teniendo tú la piedra, no hay peligro de que nos escuche uno de ellos. —Se aclaró la garganta y prosiguió—: ¿Sabes algo de la Batalla de los Brujos?
—No.
—Fue una guerra que empezó casi cuando yo nací. Los antiguos reyes quisieron eliminar a todos los brujos de Anielle, viéndose amenazados por su gran poder. Así, los brujos fueron perseguidos y ejecutados, por lo que tuvieron que esconderse. Años y años investigando nuevos lugares donde hacerlo, descubrieron la Tierra. Pero quisieron utilizarla lo menos posible, pues sabían que no podían adaptarse a ese mundo así como así, y sabían que podrían causar daños en él. —Tosió de repente, interrumpiéndose. Después de aclararse de nuevo la garganta, siguió relatando—: Por aquel entonces yo era una joven adolescente que conoció a un brujo. Gracias a él supe todo sobre ellos, e incluso me llegué a sentir como una de ellos. Pero no lo era en absoluto. —Volvió a callar, reprimiendo notablemente un sollozo—. Pero eso no viene a cuento. El caso es que los reyes mandaron crear dos objetos mágicos utilizando una piedra especial de las montañas del reino de Herielle, que rehusaba a los brujos. Uno de los objetos era la Piedra Rastreadora, que es la que tienes tú. Detectaba a los brujos, por lo que los soldados lo tuvieron fácil para localizarlos, aunque muchos de ellos también murieron por los ataques de los brujos. Por otro lado, la Daga Mortal, una daga que, al estar hecha con el mineral que recluía la sangre bruja, los hacía sufrir al mínimo roce. Pero claro, los brujos, cuando están muy cerca de esos dos objetos, aunque no lleguen a tocarlos, también sufren, como has podido comprobar con el que ha pasado por aquí hace unos momentos.
—Espera, espera —saltó Melissa de repente—. La piedra se ha iluminado porque ha venido un brujo. Un superviviente como has dicho tú.
—Sí —asintió la mujer—. Pocos sobrevivieron, y alguno de ellos fueron arrestados para intentar extraer su poder. Obviamente no surtió efecto, y al cabo del tiempo murieron por los duros tratamientos a los que les habían sometido o porque los sacrificaban directamente. —Se quedó en silencio, pensativa—. Bueno... en realidad uno huyó, con secuelas como la ceguera... pero espero que haya sobrevivido —susurró.
—Pero... —Melissa tenía la mente en el hecho que acababa de ocurrir—. Entonces, ¿aquí ha venido un brujo?
—Sí, posiblemente sea de Gouverón. Tú piensa que él solo quiere poder, y un brujo tiene mucho. Podría haber adiestrado a uno desde pequeño para que le sirviera.
—¿Y cuándo y por qué se perdió la piedra? —preguntó, cada vez más curiosa por la historia. Aquello era bueno, pues se estaba entreteniendo y cada vez se olvidaba más de que se encontraba encerrada en una celda.
—Se perdió en cuanto Gouverón usurpó el trono a su primo, el rey. Los reyes de por aquel entonces quisieron ayudar al único hijo que habían conseguido tener, por lo que le dieron la piedra para protegerlo, y lo escondieron, no sé cómo ni dónde. Se dice que una criada se lo llevó consigo y lo escondió.
—Entonces el hijo de los reyes todavía andará suelto por ahí... ¿Pero por qué tengo yo la piedra?
—Esa es la cuestión. Pero te equivocas en lo de que el heredero está libre. Para empezar, se trata de una chica, y no un varón como todo el mundo cree Y la encontraron hace tres años, cuando ella tenía cuatro. La encerraron aquí abajo, muy cerca de esta celda.
Melissa se quedó pensando unos segundos. Una corazonada le hizo hablar:
—¿Está en la celda de al lado? —preguntó en un susurro.
—Era fácil de adivinar —dijo la mujer solamente.
Recordó el momento en el que la habían encerrado allí. Justo antes había oído que la puerta de al lado se abría y tiraban allí a Crad.
—¿Es la de mi izquierda?
—Sí.
Y entonces descubrió que Crad estaba compartiendo prisión con la mismísima heredera legítima. Y que seguramente él no lo sabía.
De repente, se oyó la risa de una niña.

* * *

Había conseguido deshacerse de las cuerdas que le ataban las manos con facilidad, sin alterarse en ningún momento. Según lo que había oído, no había habido nadie que hubiera salido de allí nunca. Por mucho que le doliera, debía aceptarlo cuanto antes posible.
Lamentablemente, Crad no se rendía así de fácil, y su cabeza llevaba ya mucho rato cavilando numerosos planes de huida, cuando una voz lo interrumpió.
—Eres mono.
Crad se sobresaltó y giró la cabeza hacia la voz. Allí descubrió una pequeña figura con los brazos en alto y sujetos por unas cadenas. La luz que entraba por el ventanuco permitía distinguir un largo y alterado pelo rubio y un pequeño rostro aniñado. Y por lo que pareció averiguar, ningún tipo de ropa cubría su cuerpo infantil. La niña estaba completamente desnuda.
—¿Qué hace aquí una niña tan pequeña como tú? —preguntó Crad, sorprendido.
—No lo recuerdo —respondió esta—. Estaba jugando cuando me trajeron aquí.
—¿Y cuándo fue eso?
—No lo recuerdo.
Crad suspiró, apenado por aquella pobre chiquilla. Porque no podía estar en la calle, con otros niños de su edad. No entendía qué había podido hacer alguien de su edad para estar allí. Además le hablaba en la lengua de Gouverón, pero lo hacía con mucha torpeza, como si no la hubiera aprendido bien.
—¿Cuántos años tienes? —le preguntó, para saber algo más de ella.
—No lo sé.
Decidió no hacerle más preguntas. Le recordaba a Cede, y aquello le dolía, pues lamentaba que no pudiera verla más. Cansado de estar de pie, se sentó en el suelo, apoyando la espalda en la pared, aunque manteniendo una distancia considerable entre la niña y él. Sentía que esta lo miraba, pero no dijo nada.
—Eres mono —repitió la pequeña.
Eso hizo sonreír a Crad, aunque lo hizo más por compasión que por el orgullo de recibir un piropo.
—Tú también lo eres —dijo.
—Me gustaría mirar mi cara. No sé cómo soy.
—Yo te lo digo: eres preciosa. Como una princesa.
Crad quería hacer algo por aquella niña. Se sentía tan mal por ella que decidió intentar animarla. Y lo consiguió, porque la niña sonrió enseguida.
—Cuando sea reina, ¿podrás ser mi rey? —saltó de repente.
El joven se sorprendió de lo que acababa de pedirle. Lo había dicho con seguridad, muy convencida. Creyó que estaba jugando, así que volvió a sonreír.
—¡Por supuesto que seré el rey de una reina tan bonita como tú! —exclamó.
—Pero soy pequeña.
—¿Y qué? —saltó Crad, con una emoción que iba intensificándose a medida que hablaba. El querer animarla a ella, había hecho que él retrocediera a la infancia, y se sentía como un niño pequeño, lo que le hacía olvidar la situación en la que se encontraba—. Te cogeré en brazos, puedo cargarte.
—¿Seguro? —preguntó la niña, fingiendo que no estaba del todo convencida.
—¿Estas menospreciando mi fuerza? Oh, pero si estoy muy fuerte, mira, mira —decía mientras exhibía sus bíceps de forma teatral.
La niña reía, divertida. Crad la observaba reír con una sonrisa. Hasta que de repente su carcajada se interrumpió con un estornudo.
—¿Tienes frío? —preguntó Crad, preocupado.
—Sí... —susurró—. Me quitaron la ropa porque descubrieron que hablaba con la mujer de al lado.
Aquello indignó a Crad. No comprendía cómo podían robarle la niñez a alguien de una forma tan cruel. Rápidamente y sin pensárselo, se quitó la camisa y caminó hasta la niña. No había forma de ponérsela bien, pues las cadenas lo impedían. Al final abrochó los botones de la camisa alrededor de su cuerpo. La camisa le iba grande y le caía, por lo que pasó las mangas por su espalda y rodeó varias veces el torso de la niña con ellas, hasta que no pudo más y le hizo un nudo.
—No abrigará mucho, pero no puedo hacer más, a no ser que me quite los pantalones —dijo.
—Estoy bien —sonrió la niña—. Gracias. —Se quedó mirando el cabello de Crad un buen rato—. ¿Puedes poner la cabeza en mi mano?
Al principio a Crad le extrañó, pero al final lo hizo. La mano de la niña acarició su pelo con dulzura y mucho cuidado, como si temiera hacerle daño.
—Es suave.
Crad rió levemente.
—Pues hace mucho que no pasa ningún peine por él —dijo.
—Por el mío tampoco.
Crad colocó su rostro frente al de ella, y pasó una mano por su pequeña cabeza, acariciándola. Ninguno de los dos dijo nada, simplemente se miraban en la oscuridad.
—¿Qué haces? —preguntó la niña de repente—. ¿Qué es eso?
—Es una caricia —explicó.
—Caricia... —repitió, asintiendo—. Me gusta mucho.
El chico volvió a sonreír, y al cabo de un rato se sentó a su lado, apoyando la espalda en la pared, encogiendo las rodillas y colocando los brazos sobre ellas. La niña no dejaba de mirarlo.
—¿Qué pasa? —preguntó Crad.
Entonces la niña bajó la cabeza y se quedó con la vista fija en el suelo, pensativa.
—Hace mucho tiempo que ninguna persona ha estado tan cerca de mí —habló tras unos segundos de silencio—. Hace mucho tiempo que no siento el calor de otro cuerpo junto a mí, alguien a quien pudiera mirar a los ojos. Muchos dicen que se acaban acostumbrando a esta situación, pero yo creo que no es así. Una persona no se puede acostumbrar a algo así, simplemente lo asume, se hace a la idea y hace acoplo de fuerzas para vivir con ello. Y así, el tiempo deja de tener el mismo significado que para aquellos que están libres, ajenos a todo esto. Prácticamente el tiempo deja de existir, y los días terminan por desaparecer. Lo único que cuentas es las veces que te dan de comer. Es lo único que debes tener en cuenta, pues puedes dormir cada vez que tengas sueño. Pero no quiero explicar mi vida a alguien que acaba de llegar, pues es muy aburrido. ¿Aunque quién soy yo para hablar de aburrimiento? A mí ya no me quedan emociones, sentimientos. O al menos eso creía. —Volvió de nuevo al cabeza hacia Crad, quien la observaba boquiabierto—. Gracias a tu llegada lo he comprendido. He comprendido que los sentimientos no desaparecen, que no hay nadie, como se dice, frío. Todos quieren sentir, pero no todos pueden. Es una pena que mucha gente no se dé cuenta de ello. Pero antes de que se me olvide, me gustaría pedirte un favor. Estoy segura de que tú escaparás de aquí, así que, por favor, olvídate de este lugar. No lo recuerdes, ni a él ni a mí. Sigue tu vida y tus metas. Que nada de este lugar te nuble. Que nada de esto te impida ser humano. Antes de morir, vive. Antes de matar, piensa. Antes de llorar, sonríe. Aprovecha cada minuto y cada oportunidad que la vida te dé, y no te cierres en un caparazón de frialdad y seriedad. Sé quién eres, y sé que has sufrido y reclamas venganza. Sé que te has entregado completamente en la guerra. Tú sabes que estás sacrificando tu vida por aquellas que un día expiraron ante tus ojos. Eso no está bien. Lo sabes, pero no lo reconoces. ¡Yo te lo digo! Agradécele al mundo lo que la vida te ha dado. Convierte tus pesadillas en lecciones, sueños en realidad. Así te harás feliz a ti mismo y a los de tu alrededor. Y a mí, sobretodo a mí. ¿Que por qué? —sonrió—. Porque tú me salvaste del hambre, y yo intento salvar tu vida para devolverte el favor. Gracias, chico de la leche.
Después de oír aquello, reinó un pesado silencio. Ambos se miraban. Los ojos de Crad brillaban. Había comprendido en el último momento quién era esa niña. "Chico de la leche" había dicho. ¿Cómo podía acordarse ella de eso si había ocurrido cuando era todavía un bebé?
Sí, por aquel entonces Crad vivía en Rihem, y Gouverón acababa de tomar el trono apenas un mes atrás. Él tendría diez años, y aún quedaba un año entero para que la catástrofe del incendio ocurriese. El Crad de entonces bajaba a comprar leche cuando, en la puerta de la tienda de la lechera expulsaban a patadas a una familia con dos bebés, los cuales lloraban. La gente pasaba junto a ellos sin hacerles caso, pero Crad sí se fijó. Dubitativo, entró en la tienda y saludó con una simple inclinación de cabeza a la lechera, una mujer entradita en carnes que siempre iba con vestidos de colores vistosos. Le entregó el dinero exacto que su madre le había dado para leche suficiente durante cuatro días para él, su hermana y sus padres. Al salir, Crad se paró en medio de la calle y volvió la cabeza hacia los llantos de los bebés. Tras habérselo pensado un rato, se dirigió hacia la familia, jarra de leche en mano. La dejó frente a ellos, con timidez y mirando al suelo. La familia se lo agradeció eternamente, y aquel día los bebés pudieron beber leche y calmar su hambre. La mujer, entre lágrimas de emoción, le juró que jamás olvidaría aquello, y pidió a los dioses felicidad eterna para un corazón tan bondadoso como el de aquel muchacho. Así, aquellos cuatro días, Crad prescindió de su ración de leche, aunque su madre se ofreció a darle su parte. Pero él lo rechazó, explicando que quería hacerse responsable de su acción, porque si no, no sería justo.
—¿Cómo sabes que yo era ese chico? —preguntó Crad, con los ojos abiertos como platos.
—No lo sabía con seguridad —admitió la niña—. Mi madre nos habló de ti como un héroe de cuento a mi hermana y a mí cada noche. Al verte entrar aquí me recordaste al chico, pero, sinceramente, no creía que lo fueras. A veces vale la pena arriesgarse. Puedes salir ganando.
Aquello dejó aún más asombrado al joven. Al principio había visto a la niña como alguien inocente y débil, como el resto de niños de su edad. Pero en aquel momento todo era distinto. No aparentaba los años que tenía. Parecía más grande y sabia. O quizá la esperanza la hacía volverse así. Eso le hizo ver que la situación en la que la niña vivía le había obligado a enterrar su infancia antes de hora. La mayor desgracia para una persona.

* * *

La hoja de la espada silbó en el aire, describiendo un arco perfecto. Aunque ese movimiento pretendía ser elegante y amenazante al mismo tiempo, los brazos de la joven aún temblaban por la falta de costumbre de manejar armas de ese peso. Había progresado mucho desde que Syna la había empezado a entrenar, pero aunque los brazos de Gabrielle eran fuertes por los trabajos que había tenido que hacer toda su vida, no estaba acostumbrada a manejar una espada de verdad.
—A tu derecha, ataque desde arriba —indicaba Syna, sentada en la raíz de un árbol.
Gabrielle giró rápidamente su cuerpo y colocó su espada en horizontal sobre su cabeza, como si quisiera detener un ataque. Pero allí no había nada. Syna lo único que hacía era imaginarse gente para entrenar a la muchacha, puesto que no tenían más espadas.
—A tu espalda, ataque hacia tu estómago.
La alumna repitió el giro de nuevo y colocó el arma frente a ella.
—Ataca hacia la derecha e izquierda consecutivamente.
Gabrielle fue veloz como el viento, y por un momento Syna vio a su propio reflejo en ella. La forma en la que puso las piernas, la expresión de la cara y el movimiento se asemejaron tanto a su forma de luchar, que se sorprendió. El efecto con el que movió la espada, el giro... Todo. Pero el fenómeno solo ocurrió durante unos instantes.
—A tu espalda dos, atacan uno detrás de otro a tu estómago.
Siguió sus indicaciones, y esta vez Syna pudo comprobar que lo anterior había sido una simple inspiración de la joven, o quizá una imaginación suya.
Gabrielle se quedó de espaldas a ella. Realizó dos estocadas seguidas hacia dos cuerpos imaginarios que la atacaban de frente. Al terminar, esperó con ansias la orden de Syna, pero lo único que sintió fue un pinchazo en la espalda.
—Estás muerta —se oyó la voz de Syna muy cerca de su oído.
La joven se dio la vuelta lentamente y observó a su mentora con el ceño fruncido. Ésta tenía un palo en la mano, con el cual le había tocado la espalda.
—Pero... —murmuró, consternada—. ¡Eso no vale! ¡Yo esperaba a que me dijeras algo!
Syna bajó el brazo y tiró el palo al suelo.
—Jamás te fíes de nadie, ni siquiera de mí; primera ley —enunció, muy seria—. La segunda es que tampoco esperes demasiado de nadie, y menos en los tiempos que corren. La gente puede usarte para su provecho, y muy pocas personas miran por los demás. Grabatelo bien en la cabeza.
La joven asintió, haciendo una nota mental de todo aquello. En realidad las clases de Syna le parecían interesantes, aunque a veces frías. No confiar en nadie... Eso le parecía un poco triste. Pero retenía lo aprendido en su cabeza igualmente.
De repente, el estómago de Gabrielle rugió. Ambas se miraron, y la joven sonrió tímidamente, intentando no reír. Estaba tan concentrada en su entrenamiento que ni se había percatado de que estaba hambrienta.
—Vamos a comprar algo de comer —ofreció Syna. Pero luego caviló unos segundos—. Aunque si quieres puedes quedarte aquí y practicar los movimientos base que te he enseñado.
—Sí, sí —respondió Gabrielle, entusiasmada—. Ve, ve, yo te espero aquí mismo.
Syna asintió y esbozó una media sonrisa. Luego se perdió entre la vegetación, desapareciendo de la vista de Gabrielle. No tardaría mucho, puesto que habían estado entrenando en los alrededores de Rihem, sin alejarse demasiado de la ciudad.
La hoja de la espada silbaba en el aire y se movía de arriba abajo y hacia todos los lados. Gabrielle practicó distintos ataques y defensas. El cabello no le molestaba, pues se lo había terminado recogiendo en una cola de caballo, hecha de mala manera, pero que al menos le sujetaba las greñas. Así pasó un buen rato, hasta que de repente quiso hacer un ataque rápido a su espalda, girando todo su cuerpo. Por primera vez, el arco que realizó con la espada le salió perfecto, elegante y letal al mismo tiempo. Pero al volverse del todo, lanzó una exclamación ahogada, alejando la espada rápidamente. Allí había una persona, que había salvado su cuello por muy poco. Si se hubiera echado hacia atrás una milésima más tarde, tendría entonces un corte que posiblemente acabaría con su vida. Pero, gracias a sus maravillosos reflejos, había logrado apartarse a tiempo.
—¿Qué te he hecho para que quieras matarme? —saltó el joven, rompiendo el silencio.
Gabrielle no supo con certeza si fingía lástima o lo preguntaba en serio. En todo caso, abrió su mano y dejó caer la espada al suelo, con la sangre congelada en sus venas.
—Oh, dioses —exclamó, casi pálida—. ¡Lo siento mucho, no sabía que estabas ahí!
Las comisuras de Koren se levantaron, dibujando una sonrisa tranquilizadora.
—No pasa nada, es mi culpa, por acercarme a escondidas —se acusó.
Gabrielle lo miró de arriba abajo. Sentía sus piernas temblar a causa del susto. Quería acercar sus manos a él, pero no se atrevía.
—Lo siento... —musitó de nuevo—. Pero... —caviló luego—. ¿Qué hacías ahí?
—Quería asustarte —confesó Koren, burlón. Su rostro no mostraba preocupación alguna, como si lo que acabase de pasar no le importase lo más mínimo—. Al final ha sido al revés. No sabía yo que entrenabas con la espada.
—Empecé hará ya unos cinco días —informó la joven, intentando sonar tan despreocupada como Koren, pero no dio resultado. La voz le temblaba todavía un poco. Había faltado nada más que una milésima...
Sin previo aviso, Koren palpó el brazo derecho de Gabrielle, luego el izquierdo, y por último los dos. La joven se quedó de piedra en el sitio, observando lo que el muchacho hacía con sus brazos. Al final le resultó hasta vergonzoso. ¿Realmente estaba midiendo su músculo?
—Pues tus brazos son fuertes —comunicó, con expresión calculadora—. Debiste hacer muchos trabajos de fuerza antes de esto.
Los músculos de Gabrielle se tensaron al instante, y Koren dejó de palpar y apartó las manos, observando el rostro de la joven. Sintió que la había puesto nerviosa.
—Digamos que sí —contestó, sonriente como siempre.
Koren asintió. Luego, sacó la espada que llevaba en el cinturón —fue entonces cuando Gabrielle se dio cuenta de que no llevaba la gran espada de siempre colgada de la espalda— y apuntó con ella a la chica.
—¿Qué le parece si la reto a un duelo, señorita?
Al principio dudó. Tenía muy reciente el accidente, pero al observar la expresión de Koren, pareció cambiar de idea. Se agachó y recogió la espada del suelo. Luego, se colocó en posición de ataque.
—¿Por qué no?
El primero en atacar fue el joven. Intentó quitarle la espada en un solo movimiento. Gabrielle reconoció el susodicho de sus clases con Syna y supo cómo esquivarlo. Aunque al principio sorprendió a su contrincante, este enseguida intentó nuevos ataques. La joven iba esquivando todo lo que podía, con algo de torpeza, pero al menos lograba su objetivo. Así, el duelo se fue alargando cada vez más.
—¿Y por qué de repente a una chica como tú le da por entrenar la habilidad con la espada? —saltó Koren.
Gabrielle lanzó una estocada que su contrario frenó con un estilo felino.
—¿Qué quieres decir exactamente con “una chica como tú”? —preguntó mientras seguían chocando sus espadas.
—Pues ya sabes... No sé... Eres valiente, pero nunca te había visto tomarte algo tanto en serio. ¿Es por algo en especial?
—¿Ha de haber alguna razón? Simplemente quiero aprender a manejar bien la espada. Nada más.
—Vaya... —murmuró Koren—. Eso está muy bien.
—Además ahora tengo tiempo —siguió Gabrielle—. Quedan unos días hasta que llegue el barco y nos vayamos.
El joven empujó la espalda de su contrincante, dejando por un momento ambas alzadas sobre sus cabezas.
—¿El barco? —dijo. Ambos se miraban fijamente a los ojos, sin nada en medio que pudiese obstaculizarles la visión—. ¿Qué barco?
Gabrielle aprovechó la ocasión y bajó la espada, pero de nuevo se encontró con la hoja de Koren.
—Nos vamos a Digrin —respondió.
—¿En serio? —saltó Koren, alzando ligeramente la voz—. ¡Vaya una casualidad! ¡Yo también cojo ese barco!
La joven iba a decir algo, pero de repente un movimiento la sorprendió. Koren realizó un ataque extraño al cual no le dio tiempo a reaccionar. Su espada salió por los aires y se clavó en la tierra, dejando el arma vertical.
—Entonces nos tendremos que ver durante un mes —comentó el chico, apuntando a Gabrielle con su espada. Luego la bajó y sonrió—. Gané.
A la chica le costó reaccionar ante lo que acababa de ocurrir. Al final sonrió, divertida.
—Ya es la segunda vez que me ganas. Tendré que esforzarme más —dijo.
—Acabas de empezar con la espada. Es normal —comentó Koren, envainando su arma.
—¿Y aquella vez que te gané en el callejón? —preguntó la joven, sonriendo.
—Simple suerte y dejarte ganar un poco —respondió él, devolviéndole la sonrisa.
—Mentiroso —acusó.
De repente, Koren caminó hasta donde estaba la espada de Syna clavada en el suelo, la cogió y se la entregó a Gabrielle. Ambos se miraron y luego el chico se sentó en el suelo. Gabrielle terminó por sentarse a su lado y los dos alzaron la cabeza, mirando las nubes que se descubrían entre las hojas de los árboles.
—Sé tu nombre —saltó Koren—, pero no sé quién eres.
—Tranquilo, yo tampoco lo sé —contestó Gabrielle.
Koren la miró con la duda reflejada en el rostro.
—¿Qué quieres decir?
—No recuerdo nada de mis padres —explicó, sin bajar la vista del cielo—. He estado yendo de una casa a otra sin parar. Por Digrin y por Herielle. No conozco lo que es tener un hogar para toda la vida.
—Vaya... —susurró el joven, algo conmovido—. Lo siento por ti. Creo que sé cómo te sientes.
Solo entonces, ella bajó la vista y lo observó a los ojos. No dijo nada, pero su mirada pedía más explicaciones, así que Koren accedió.
—Mis padres murieron poco tiempo después del nacimiento de mi hermana. Mi hermano nos cuidó a los dos como pudo, con la ayuda de compañeros del ejército de mi padre. Ya pasó mucho tiempo de eso, y yo era muy pequeño, así que apenas recuerdo los rostros de mis padres, algo que me da mucha rabia.
—Oh... Lo siento mucho... —murmuró Gabrielle.
—Estoy bien, de verdad —dijo Koren.
Seguidamente, ambos se quedaron mirando al suelo fijamente, melancólicos, muy juntos.
—Al menos te quedan tus hermanos, ellos pueden apoyarte.
—Mi hermano mayor tiene demasiadas obligaciones, y la muerte de nuestros padres le ha afectado tanto que está obsesionado en honrarlos siendo los mejores guerreros del mundo. —De repente hizo una pausa—. Mi hermana también murió de pequeña. Era una niña con una salud muy débil, todos lo sabíamos. Los médicos le dieron apenas un par de años de vida. Vivió seis. Fue mucho más fuerte de lo que todos nos pensábamos. La quería mucho, y cuando ya no podía estarse en pie y debía permanecer todo el día tumbada, me empeñé en que no se le acercara mucha gente, porque la pondrían nerviosa. En sus últimas días estuve cuidando de ella constantemente, sin separarme un solo instante, a pesar de que solo tenía dos años más que ella.
Gabrielle iba a hablar, cuando Koren siguió:
—Sus últimas palabras fueron dirigidas a mí, un minuto antes de morir...
—Estoy segura de que ella está contigo —saltó Gabrielle de repente, cogiéndole de la mano.
Koren la miró con cara de sorpresa. No había rastros de lágrimas, pero sus ojos sí que reflejaban cierta tristeza.
—¿Cómo? —preguntó, casi sin voz.
—Que tengo la certeza de que ella está junto a ti, cuidándote como hiciste tú con ella entonces. Por eso creo que debes sonreír, para mostrarle que estás feliz. Así ella también lo estará.
—¡Señorito Ladavatt! ¡Señorito Ladavatt, ¿dónde está?! —se oyó a lo lejos.
Gabrielle se volvió hacia la voz, alertada. Reconocía el apellido de Koren por aquella vez que lo oyó en la plaza. Cómo olvidarse. Era uno de los apellidos que más fuerte sonaban entre los guerreros de Gouverón.
En cambio, Koren no apartó la vista de la joven. Seguía sorprendido.
—Te llaman... —murmuró Gabrielle—. Deberías irte...
Solo entonces, el joven pareció despertar.
—Tienes razón —dijo, levantándose del suelo.
Gabrielle también se levantó.
—Hasta pronto —se despidió Koren, sonriendo de lado. Se colocó dos dedos en la frente y luego los echó hacia ella. Un gesto de despedida informal.
—Hasta pronto —sonrió Gabrielle.
Pero no avanzó ni dos pasos, cuando el joven se volvió hacia ella de nuevo.
—Muchas gracias—susurró.
—No me las des —dijo Gabrielle, sonriéndole.
Koren le devolvió la sonrisa y se alejó, perdiéndose en la arboleda, mientras pensaba en lo que Gabrielle le acababa de decir. Seguía sorprendido. Las últimas palabras de su hermana resonaron en su mente como si las estuviera escuchando de sus labios en aquellos momentos.
Fue una mañana, en pleno amanecer, cuando ella lo llamó. Él, dormido en una butaca, su cama durante hacía más tiempo del que creía, se despertó. Corrió hasta su cama, preocupado. Ella le sonreía, y sus ojos verdes brillaban más que nunca. Tenía la piel pálida, ya no se sabía si porque era así o por su enfermedad. Su largo cabello rubio platino estaba desparramado sobre su almohada, aportándole más inocencia y pureza de lo que ya mostraba normalmente. Koren preguntó qué ocurría con tranquilidad. Durante aquel tiempo se había mostrado siempre sereno para no alterarla a ella también. O quizá porque su hermana misma le aportaba la propia serenidad con sus dulces sonrisas y su apacible forma de ser. La niña solo le dijo estas palabras:
“Gracias por todo. Quiero agradecerte todo lo que has hecho por mí, por eso te entrego a ti todas las fuerzas que tengo. No quiero causar más molestias. Saludaré a mamá y a papá de vuestra parte, y les contaré que te has convertido en una maravillosa persona. Después de esto quiero que vivas tu vida sonriendo y que no llores por mí. Porque yo nunca me habré ido. Siempre estaré a tu lado”.
Luego, cerró los ojos. Koren la abrazó mientras las lágrimas le caían sin que él pudiera hacer nada por evitarlo.
Entonces supo que aquel momento y aquellas palabras jamás los olvidaría.