Por cierto, Anyi, si lees esto, debo decirte que estoy al tanto de tus comentarios, pero casi no puedo responder nada. Aun así, también quiero darte las gracias por haberte interesado en esta historia, a pesar de que ya lleva muchos capítulos. ¡Gracias! :D
¡Y Marieta! Me nominaste a un premio, y haré la entrada (que está a medio hacer) en cuanto pueda. ¡Gracias!
Vale, me estoy enrollando de una manera... Dejo el capítulo y me voy, que tengo prisa. Creo que este capítulo tiene bastantes novedades, aunque lo hice medio corriendo. Por eso lo siento si hay algo mal...
Y otra cosa más: ¡sois el mejor regalo de cumpleaños que pudiera tener!
¡Un besazo!
El
suelo se movía bajo su cuerpo. Oía murmullos confusos e imposibles
de entender, pero los sentía cerca, muy cerca. La cabeza le daba
vueltas, y esa sensación no se fue hasta pasados varios minutos.
Abrió los ojos pero no vio nada; todo estaba completamente oscuro.
No tardó en darse cuenta de que tenía algo sobre la cabeza y de que
sus manos estaban atadas a su espalda, al igual que los pies. Recordó
que lo habían cogido por sorpresa y lo habían adormecido con algo.
Su última visión había sido el rostro asustado de Melissa, cogida
de la mano de aquel brujo. Se preguntó si también los habrían
cogido o habrían logrado escapar. No podía estar tranquilo sin
saberlo, o al menos sin conocer el paradero de Melissa —el brujo le
daba igual—, e incluso se estaba olvidando de que se encontraba en
lo que parecía un carro, conclusión que era fácil de sacar a causa
de los caballos que se oían relinchar.
—¿Y
este es el sublíder de la Séptima Estrella? —dijo alguien de
repente, en la lengua de Gouverón—. Si solo es un muchacho.
—Pues
imagínate cómo son los demás miembros —habló un segundo—. Tú
porque eres nuevo aquí, pero cuando te ocupes de buscar a rebeldes
te darás cuenta de lo débiles que son. Creen que lograrán ganar
una guerra con cucharas y cacerolas.
Ambos
rieron, divertidos. Crad, que lo oía todo, arrugó la nariz,
furioso. Odiaba que se dijeran aquellas cosas porque, aunque le
costaba admitirlo, tenían algo de razón. Muy pocos miembros de la
Séptima Estrella contaban con armas en condiciones para vencer al
ejército de Gouverón. Pero él confiaba en que, con el tiempo,
lograrían tener más armas buenas. Aquello, unido a la gran
población de acuerdo con la Séptima Estrella, encendía una chispa
de esperanza en el corazón de Crad.
—¿Alguna
vez te has encontrado con un rebelde? —preguntó la primera voz,
que parecía más juvenil.
El
otro hombre rió.
—Mozo,
si quieres que te sea sincero, cualquiera que veas puede serlo
—explicó.
—Me
refiero a descubrirlo en pleno acto de rebeldía —aclaró.
Hubo
un silencio solo roto por el bullicio del exterior.
—Sí
—respondió al fin—. He pasado más tiempo del que me hubiera
gustado con algunos miembros de la Séptima Estrella.
—¿De
verdad? ¿Por qué?
—No
preguntes tanto. No tendría que haberte respondido si quiera.
Se
hizo un nuevo silencio.
—Así
que tus padres son miembros —murmuró el más joven—. O lo
eran...
Crad
aguzó el oído, expectante por conocer la respuesta.
—Qué
estupidez —resopló el otro, con un desdén mal disimulado.
—Trayns,
fui adoptado por un sacerdote. Tengo mucha intuición y sé atisbar
los secretos que esconden las personas con solo mirarlas.
—Está
bien —aceptó al final—. Pero no hables más de lo necesario.
—No
te preocupes, no eres el único que se ve en esta situación. Más
gente del ejército de la que crees tiene familia rebelde.
Una
mota de polvo o un pequeño trozo de algo se aventuró a entrar por
la boca entreabierta de Crad. Aquello le provocó tos, que a su vez
alertó a los dos guerreros de Gouverón. Uno de ellos —no supo
saber cuál— gritó lo obvio: que había despertado. Aunque Crad
intentó escapar, lo inmovilizaron, le quitaron la bolsa de la
cabeza, permitiendo que la potente luz del sol cegara al chico, y
enseguida le colocaron un pañuelo húmedo en la boca y la nariz.
Sintió el mismo fuerte olor de antes.
—¿Nos
habrá oído? —Fue lo último que oyó antes de cerrar los ojos y
sumergirse de nuevo en la oscuridad.
* * *
Gabrielle
estaba sola, sentada en un banco del puerto, devorando con ansias el
gran bocadillo que le había comprado Syna. Siempre había lamentado
no tener nada de dinero y que tuviera que comprarle todo ella. Se
sentía mal, por mucho que Syna le dijera que no importaba, que tenía
dinero de sobra. Porque Gabrielle sabía que no era así, que no le
quedaba tanto como decía. Aun así, en aquel momento estaba
comprando dos billetes para el barco que zarparía hacia Digrin en
unos días. Gabrielle la miraba con atención mientras seguía
mordisqueando aquel rico bocadillo. El vendedor de billetes, que
llevaba una especie de boina en la cabeza, no dejaba de mirar a los
ojos de Syna. Se tornaba pálido cada vez que lo hacía, y parecía
tartamudear al hablar cara a cara con ella. Syna en cambio seguía
impasible en el sitio y no hacía nada extraño, solo asentía,
negaba, decía alguna palabra suelta o levantaba dos dedos de su
mano. Gabrielle supo que al hombre le aterraba el brillo dorado
inusual de sus ojos. Sintió lástima por Syna. Si fuera ella, le
molestaría que la gente siempre tuviera miedo y se la quedara
mirando como si se tratase de un bicho raro. Quizá por ello la
actitud de Syna era a veces tan fría. Pensó en cómo lo debería de
haber pasado de pequeña. No creyó que tuviera muchos amigos a causa
de su rareza.
De
repente, una sombra cayó del cielo y se posó frente a ella, en el
suelo. Al principio, Gabrielle se asustó. Luego descubrió que se
trataba de un cuervo. Al tenerlo tan cerca se dio cuenta del tamaño
de sus alas. Eran más grandes de lo normal, y aquello le fascinó.
Pero lo que más escalofríos le causó fue que el cuervo la miraba
fijamente, y que además tenía un solo ojo dorado. Frunció el ceño.
Había visto demasiadas veces aquel cuervo, y le empezaba a
inquietar. De repente, el cuervo giró la cabeza y dirigió su mirada
hacia otro lugar. Gabrielle descubrió que a quien miraba era a Syna.
—Yo
creo —se decidió a hablar Gabrielle, pasado ya un rato durante el
cual el cuervo no había dejado de mirar cómo la chica compraba los
billetes— que sería mejor que en lugar de tanto espiarla se
animara a hablarle de verdad.
El
cuervo se volvió hacia ella rápidamente.
—No
sé quién es usted, ni qué es lo que quiere —siguió—. Ni
siquiera estoy segura de que tenga algo que ver con algún brujo.
Pero lo que sí que sé es que ha estado observando a Syna mucho
tiempo. ¿No cree usted que ya se está pasando? Yo pienso que
debería presentarse ante ella, y no a través de un cuervo a
escondidas. Puede que se lo agradezca mucho. No la haga sufrir más.
El
animal siguió mirándola con su penetrante ojo dorado. De repente,
este brilló, y acto seguido el cuervo alzó el vuelo hacia
Gabrielle. Esta, pensando que iba a atacarla, colocó el brazo ante
su cara. Sintió las patas del cuervo sobre él, las garras
arañándole la piel. Luego, el animal voló. Gabrielle, sorprendida
ante la reacción de este, observó cómo se alejaba en el cielo. Al
bajar la mirada se dio cuenta de que en su falda había una pluma
grande y negra. Una pluma del cuervo.
Miró
a Syna y vio que se disponía a volver con ella. Escondió la pluma
en su cinturón en un autoreflejo que no pudo evitar. Lo hizo justo
antes de que Syna se diera cuenta. En cuanto esta llegó junto a
ella, se sentó en el banco junto a Gabrielle con los billetes del
barco aún en la mano.
—¿Por
qué vamos a Digrin si no te queda casi dinero? —preguntó
Gabrielle, sin poder esconder más su duda.
—Precisamente
por eso —respondió, con los ojos fijos en el mar—. Allí iré a
buscar más dinero.
—¿Vives
en Digrin?
—No
exactamente. No tengo casa propia en ningún sitio, yo siempre me
muevo hacia todas partes. En Digrin tan solo está el lugar donde me
crié —explicó Syna.
—El
Templo de Kayeh, ¿no? —averiguó Gabrielle—. Donde las
sacerdotisas te cuidaron y te instruyeron como una Buscadora de
Estrellas...
Syna
tardó en contestar, y cuando lo hizo, su voz sonó muy apagada. Pero
Gabrielle no quiso preguntar de nuevo. Sabía que a ella no le
gustaba dar explicaciones, y tampoco quería que provocara otra
ventisca de aire frío como antes. Gabrielle no lograba olvidar
aquella escena. Había vuelto a sentir miedo, casi tanto como cuando
descubrió su verdadera naturaleza por accidente.
Fue
entonces cuando dos chicos jóvenes, guiados por un hombre más
grande, pasaron ante ellas, captando la atención de Gabrielle. Esta
observó sus espadas con atención. Siempre había querido tener una
y saber usarla. Pero con suerte poseía una daga, la cual parecía
ser importante para Syna. Recordando, Gabrielle miró la mano de su
compañera. La quemadura seguía allí.
—¿Por
qué te quemaste? —no pudo evitar preguntar.
Syna
bajó los ojos también.
—Se
trata de la Daga Mortal.
—¿Daga
Mortal? —se sorprendió Gabrielle.
—Sí.
Uno de los dos objetos que se crearon en la guerra contra los brujos.
Gabrielle
dio un salto.
—Leí
algo sobre ellos en la biblioteca de mi antigua señora —dijo—.
Es cierto, había una daga y una piedra. Y otro más, pero que
crearon los propios brujos... o algo así.
—Exacto.
La Daga Mortal y la Piedra Rastreadora.
—La
piedra indica que hay brujos cerca, y la Daga Mortal los mata...
—No
—interrumpió Syna—. Los brujos siguen siendo humanos en cierto
modo, pero con un don especial que les viene de familia. Se los puede
matar con cualquier cosa, al igual que a un humano normal y
corriente. La Daga Mortal lo único que tiene es una sustancia que
rehuye a los brujos. Al asesinarlos con ella, tienen las mismas
probabilidades de quitarles la vida, pero lo que de verdad les
impulsó a crearla fue el sufrimiento que supondría para ellos el
simple roce que tuvieran. —De repente se cubrió su quemadura con
la otra mano—. Si yo fuera una bruja completa, seguiría sintiendo
dolor. Pero al no serlo, mi piel no es tan sensible a la sustancia, y
posiblemente esta marca se me vaya mañana.
Gabrielle
se había tornado pálida por momentos. Observó de reojo su daga,
que tan inocente parecía pero tan cruel era el destino para el que
había estado creada.
—No
es justo —musitó—. No es justo que exista. No puedo tenerla.
Posó
su mirada en el mar y se le ocurrió una idea. Se levantó de súbito,
pero en cuanto quiso avanzar, su falda se enganchó en algo y se lo
impidió. Volvió la cabeza y entonces descubrió que era Syna la que
la cogía. Sus ojos dorados estaban puestos en los suyos con firmeza,
y su expresión era escalofriantemente seria.
—No
la tires. Guárdala tú —dijo—. Si sigues yendo conmigo es mejor
que la tengas.
—¿Para
qué? —preguntó Gabrielle, alterándose—. ¿Cómo puedes decir
tú eso? ¡Esta daga es inmoral e inhumana!
—Gabrielle,
no quiero explicártelo ahora. Ya lo entenderás. Pero pase lo que
pase, no dejes que esa arma caiga en manos equivocadas.
La
joven se la quedó mirando.
—¿Por
qué la tengo yo? —preguntó.
—Porque
la persona que te la entregó vio algo en ti —explicó Syna, con la
misma expresión fría.
Gabrielle
se la quedó mirando, interrogante. Leyó en sus ojos que no debía
preguntarle nada más, que tan solo tenía que aceptar los hechos.
Así que al final terminó sonriendo y sentándose de nuevo en el
banco.
—Pero
con la daga no puedo enfrentarme a nadie de verdad —soltó de
repente, recordando los enfrentamientos que había tenido con un
chico de cabello rubio platino—. Y nunca he aprendido a manejar una
espada de verdad.
—¿Sabes?
—dijo Syna, inclinándose hacia delante y apoyando los brazos sobre
su falda—. Yo podría enseñarte algo si quieres.
Una
enorme sonrisa se dibujó en el rostro de la joven, que lo giró
hacia Syna con un brusco movimiento.
—¿De
verdad harías eso por mí? —preguntó, emocionada.
—Bueno,
tenemos unos días hasta que el barco llegue, y ya no queda nada más
que hacer aquí, así que sí podría enseñarte algo. Lo básico.
—¡Muchísimas
gracias! —exclamó Gabrielle, abalanzándose sobre Syna para
abrazarla.
Syna
se sorprendió. Hacía tiempo que nadie la abrazaba, y había llegado
a olvidar lo que era. Le devolvió el abrazo con desconcierto, pero
sobretodo, teniendo cuidado de no tocar la daga que colgaba del
cinturón de Gabrielle.
* * *
Una
pequeña muchacha con un sombrero marrón sobre la cabeza corría por
las calles de Rihem. Su rostro mostraba preocupación y sus grandes
zancadas eran símbolo de que tenía prisa. Los risueños rizos de su
cabello color miel saltaban y se echaban hacia atrás, dejando una
estela tras ella. Se cogía su vestido color crema por delante para
no pisárselo, e intentaba abrirse paso entre el gentío. Muchos la
reconocieron, a otros no les dio tiempo. Pero los que sí sabían de
ella, ya se habían enterado, o estaban a punto de hacerlo, de su
supuesta desgracia.
Inya
todavía recordaba la conversación con su criado David. Este le
había contado que los músicos que se quedaron tocando para Koren y
ella, vieron una extraña escena entre ambos. A partir de entonces,
se había esparcido el rumor de que los dos jóvenes no se amaban,
incluso algunos decían que se odiaban y tan solo finjian soportarse.
Si aquellas habladurías llegaban a oídos de los Sianse, los padres
de Inya, toda la familia de la chica podría verse en una incómoda
situación. El que Koren rechazara a Inya podría conllevar una
desgracia para todo el linaje de la dama. Era una deshonra que un
prometido varón rechazara a la joven con la que iba a contraer
matrimonio. Así que Inya sintió la necesidad de comentárselo
enseguida a Koren. Sabía que todo aquello no era cierto, que ellos
dos no se soportaban. Siempre habían tenido plena confianza el uno
con el otro desde pequeños, y todo el mundo lo sabía. Pero la gente
allí se aburría tanto que decidía inventar chismorreos para tener
algo con lo que entretenerse.
Al
borde de la desesperación, Inya divisó a Koren en un rincón de la
calle. Apresuró su carrera hasta descubrir que no estaba solo. Había
un hombre con canas y traje limpio y elegante que, mediante gestos,
le contaba algo al muchacho, mientras este asentía muy seriamente.
Inya reconoció al hombre. Era uno de los pocos criados de Koren, y
aunque siempre debían ir juntos —excepto en los entrenamientos—,
no tenían la misma relación personal que tenía Inya con David.
Entre ellos solo existía la profesionalidad.
De
repente, el criado se percató de la presencia de Inya y dijo algo
sin dejar de mirarla. Luego sonrió hacia la dama y realizó una
reverencia. Koren volvió la cabeza hacia ella y también sonrió.
Inya interpretó que era el momento de acercarse a ellos, pero solo
entonces se dio cuenta de que no sabía qué decirle a su prometido.
—Los
dejo solos, señoritos —dijo el criado con una nueva simpática
sonrisa y una inclinación de cabeza como despedida.
Se fue
por donde había venido Inya, y Koren y ella se quedaron mirándose.
—¿Ocurre
algo? —preguntó él amablemente.
Inya
tragó saliva.
—Bueno,
solo que... me preguntaba si tenías algo que hacer ahora —empezó.
—No,
nada —respondió Koren antes de que la chica pudiera seguir
hablando—. ¿Quieres dar un paseo? Aún no me ha dado tiempo de ver
Rihem en profundidad, y creo recordar que tú te criaste aquí, ¿no?
Una
brillante sonrisa se dibujó en el rostro de Inya.
—En
efecto. Me alegro de que lo recuerdes. Tampoco hay mucha cosa
interesante por ver, pero si te apetece pasear conmigo, yo encantada.
De
repente Koren le tendió el brazo. Tras vacilar unos segundos, Inya
lo aceptó, y se fueron de allí los dos juntos. La gente comenzó a
mirarles mientras Inya enrojecía por momentos. Pensó en que aquello
ayudaría apaciguar los rumores sobre ellos dos. Entonces recordó
que nunca antes Koren le había ofrecido el brazo y se había
mostrado tan cercano de esa forma. Se preguntó si él ya sabía lo
que contaban, pero por miedo a la respuesta, decidió disfrutar del
momento.
Pasaron
junto a una plaza, en cuyo centro había una gran fuente, con
esculturas de ángeles en la parte superior.
—A
esta fuente se le llama la Fuente de la Divinidad —explicó Inya,
deteniéndose frente a ella—. Cuenta la leyenda que las noches
donde la luna blanca está completa y se encuentra justo encima de
sus aguas, una divinidad baja del cielo y ocurre un milagro.
—Una
historia muy bonita —comentó Koren simplemente.
Inya
lo miró, intuyendo algo.
—¿No
crees en los dioses, Koren?
—Todavía
no he visto ninguno —respondió él, sonriéndole—. Ya bajaré
alguna noche aquí por si aparecen.
—Pero
no es cuestión de verlos o no —objetó Inya—. Es cuestión de
fe. Los dioses se sienten, no se ven. Sin ellos, nosotros no seríamos
nada.
—Seríamos
simples cuerpos sin rumbo alguno —añadió Koren de repente. Inya
alzó una ceja, intrigada—. Inya, yo no creo en los milagros, yo
creo en las personas y los sentimientos. En mi opinión, los dioses
son simples proyecciones de nuestro interior y respuestas a algo que
no sabemos.
—Yo
no sabía que tú no creyeras en la religión —murmuró la joven.
—No
es que no crea, simplemente la veo desde otra perspectiva.
—Comprendo.
Mentía,
realmente no entendía lo que decía Koren. Aquello la había
escandalizado. No había oído jamás que alguien no creyera en la
existencia de los dioses simplemente porque no los había visto.
Nadie los veía, pero sabían que estaban allí. Inya comenzó a
pensar en ello, y al final terminó sacudiendo la cabeza e ignorando
lo que acababa de pasar.
Siguieron
caminando por la calle, conscientes de que todas las miradas estaban
puestos en ellos dos. Inya miró de reojo el brazo de Koren, al que
ella se cogía. Era musculoso, pero no en exceso. Supuso que era más
que nada por soportar aquella gruesa espada. Se percató entonces de
que no la llevaba, pero luego le pareció normal. No era muy habitual
que alguien paseara por la calle con una espada de semejantes
dimensiones en la espalda.
De
repente, Inya divisó el escaparate de una tienda. Se le iluminó el
rostro y se desvió hacia él directamente, llevándose a Koren
consigo. La joven se quedó con la nariz pegada al cristal del
mostrador, mientras su compañero la miraba interrogante. Al final
este descubrió el objeto de su atención.
—¿Drindsey
Gon Hadre? ¿Te gusta ese escritor? —preguntó.
Inya
lo miró, con los ojos brillando de emoción.
—Es
mi preferido —murmuró.
Koren
observó de nuevo hacia el cristal. Había un cartel que decía que
dicho escritor firmaría libros en unos días en aquella misma
librería. Pero la fecha coincidía con el día de la embarcación
hacia Digrin, e Inya lo sabía.
—Me
temo que no tendré tiempo de ir... —susurró, apenada.
—Bueno...
—saltó Koren, con una pícara sonrisa—. Podrías escaparte
temprano e ir de incógnito. Yo no diría nada en el puerto si te
retrasaras.
—¿De
verdad? —se sorpendió Inya. Koren asintió—. ¡Muchas gracias!
—exclamó.
Lo
abrazó con delicadeza, suavemente pero con alegría. Del impulso, su
sombrero cayó al suelo, y el viento lo arrastró hasta un callejón.
Aun así, estuvo abrazando un buen rato a Koren. Cuando se dio
cuenta, se apartó y lo miró, sonrojada. Él sonrió simplemente.
Inya se tocó la cabeza y descubrió que su sombrero no estaba allí.
Miró hacia todos los lados, hasta que lo atisbó en aquel callejón.
Koren también lo vio y corrió hacia él, al mismo tiempo que Inya.
Cuando el joven llegó allí, se agachó y agarró el sombrero con
cuidado. Era de material bueno, y parecía caro, pero era sencillo,
con una simple flor pequeña de seda pegada en él. Se giró para
devolvérselo a Inya, que ya se encontraba junto a él.
—Gracias
—dijo, algo ruborizada.
—La
próxima vez ten más cuidado —murmuró Koren.
Inya
sonrió y fue a coger el sombrero que él le tendía. Pero, sin darse
cuenta, rozó las manos de Koren, y se quedó quieta, sintiendo su
tacto. Aquellas pálidas y fuertes manos le encantaban. Siempre había
sentido admiración por ellas, y siempre había querido cogerlas.
Pero nunca antes las había acariciado de aquella manera. Pasaba una
y otra vez la yema de sus pulgares por los dedos de él.
—¿Inya?
—preguntó entonces Koren.
Ella
alzó la cabeza. Sus pómulos estaban enrojecidos, pero aquella vez
no era de vergüenza. Con los ojos inundados de emoción, los labios
temblorosos y sin apartar en ningún momento las manos de él, se
acercó un tanto.
—Koren,
yo nunca te lo había dicho —susurró—. Pero yo... yo te amo. Te
amo... como nunca he amado a nadie en la vida, y ya no sé cómo
explicarlo. Es algo muy grande lo que siento por ti, yo...
Se
quedó observando la expresión Koren. Él se la miraba, sorprendido
ante las palabras que decía. Sus labios estaban entreabiertos, y
podía atisbarse una parte del blanco de sus dientes. Antes de que
Koren pudiese decir algo, un fuerte impulso de emoción se apoderó
de Inya, que se lanzó contra él, empujándolo contra la pared del
callejón, y lo besó.
Para
ella fue su primer beso. Un beso apasionado que supo que nunca
olvidaría. Sintió que sus cuerpos estaban completamente pegados,
aplastando su sombrero, y aquello la excitó aún más. Tenía los
ojos cerrados y saboreaba el momento como si fuera el último de su
vida. Porque aquello era algo con lo que había soñado siempre, y
pensaba disfrutarlo. Se había puesto de puntillas para alcanzarlo, y
por mucho que le empezaban a doler los pies, no quiso parar. No
quería parar. Al contrario, su cuerpo le decía que quería seguir a
más, pegarse a él todavía más. Nunca había sentido una pasión
tan fuerte, y le gustaba. Le gustaba mucho.
Para
él también fue la primera vez que besaba a una chica. Y no se lo
había imaginado así. Ni siquiera se esperaba que ella se lanzara de
aquella forma. Le sorprendió mucho. No podía moverse, se sentía
aprisionado contra la pared. Tampoco sabía qué debía hacer.
Simplemente abría los ojos con sorpresa. Aquello le había pillado
completamente desprevenido.
Pasó
un buen rato, hasta que Inya recobró la conciencia. Se tiró hacia
atrás de un salto y miró a Koren, con el rostro completamente rojo
y la respiración muy agitada. Colocó sus dedos sobre sus labios y
recapacitó qué acababa de pasar.
—No...
—musitó.
Koren
la observaba, cogiendo aún el sombrero. Posiblemente por primera vez
en mucho tiempo tenía los pómulos rojos.
—Inya...
—susurró Koren.
Inya
no pudo soportar la vergüenza que se apoderó de ella. Volvió la
cabeza y descubrió muchos rostros fijos en ellos dos. Gente de
Rihem. Con un jadeo, salió del callejón casi corriendo, apartando a
la gente que se había reunido allí para observar la escena que se
estaba presenciando. Solo en aquel momento se planteó lo
insoportable que era la curiosidad de la gente y el afán que tenían
por conocer la vida de los demás.
Oyó
su nombre de nuevo, pronunciado por Koren. Entonces empezó a correr,
sin despegar la mano de su boca.
Pero
por mucho que se alejó, no pudo sacar de su cabeza aquel beso.
* * *
El
cuervo de grandes alas volaba sobre los tejados de Rihem. Su único
ojo dorado estaba fijo en algún punto del horizonte. Había gente
que alzaba la cabeza. Algunos lo observaban con preocupación o
incluso miedo, temor. Todos sabían por qué, pero nadie se atrevía
a admitirlo en voz alta.
El
animal bajó de súbito y se metió entre los árboles que rodeaban
la ciudad. A pesar de la gran velocidad que llevaba, se posó muy
suavemente sobre el brazo de un hombre de cabello negro y una
cicatriz en el ojo derecho, al igual que el cuervo.
Heik
miró a su cuervo con el rostro serio.
—Esa
chica heredó la intuición de su madre —dijo alguien tras él—.
¿No es así, Heik?
El
interpelado no se volvió. No le hacía falta para reconocer al que
le hablaba.
—Ha
heredado mucho más que eso de ella —añadió—. Y eso puede ser
problemático.
—Sí...
—musitó la otra persona, dando un rodeo a Heik para colocarse
frente a él—. Además está empezando a recordar lo que tú
pretendiste borrar de su memoria. —Ya se encontraban cara a cara—.
Pero la pregunta está en que ¿te salió mal el hechizo o lo hiciste
incompleto adrede?
Heik
miró a los ojos ciegos de su hermano. Era más bajo que él, a pesar
de que eran gemelos. Su físico era todo lo contrario, aunque de
pequeños eran idénticos.
De
repente, Meik, el mendigo, sonrió.
—Claro
que lo hiciste apropósito. Es muy corriente en ti. ¿Pero de verdad
sabes si le estás haciendo un favor? —apuntó.
—Sé
que le estoy haciendo un favor, aunque de momento le resulte doloroso
—contestó Heik—. Es mejor que conozca su origen a que viva en la
ignorancia. A nadie le gusta no poder recordar su pasado.
—Y
más estando con ella.
—Y
más estando con ella —repitió Heik, asintiendo.
Ambos
se quedaron en silencio unos segundos, mirándose el uno al otro. De
repente, Heik alzó la cabeza, melancólico.
—Me
alegro de que ambos volvamos a reunirnos, hermano. No te veía desde
el accidente de Syna —dijo, sin despegar la vista del cielo.
Meik
suspiró.
—Yo
también me alegro, hermano. Así debería haber sido siempre. —Hizo
una breve pausa antes de seguir hablando—: Nunca te lo he dicho,
pero lo siento.
—No
debes disculparte de nada —saltó Heik—. No hiciste nada por lo
que deba perdonarte; todo está bien.
El
ciego sonrió y su cuervo llegó justo en ese momento. Se posó en su
brazo y se quedó allí, tan quieto y fiel, tan dependiente de su
amo.